DIEZ Adolfo madrugó a las doce

de la mañana. Algo lo despertó, no sabía qué. La aspiradora, la licuadora, un avión, una patrulla, un afilador de cuchillos, un camión materialista tosiendo humos negros, los malditos pajaritos: los quería matar a todos. ¡Era sábado, caraja madre!

No podía abrir los ojos, a pesar de que antes de meterse a la cama tuvo la prudencia de enjuagarse la nariz con agua tibia y tomarse dos Alka-Seltzers. Su garganta era un canal de lava burbujeante, le zumbaban los oídos con una comezón enloquecedora.

Al gemir le salió un silbido. Había perdido la voz de tanto fumar y gritar. Sus flemas y saliva se habían empastado. Tenía un boquete en el estómago como si no hubiera probado sustento en meses. Los rayitos de luz se colaban por los bordes de las gruesas cortinas y le estocaban los ojos.

Para comenzar el penoso camino hacia la recuperación requería de un pase que, desgraciadamente, no tenía en esos momentos. Había vendido la mayoría de lo que le compró al dealer y, como siempre, se atascó con la coca que le sobró. Al amanecer, se había echado una última línea de coca, aunque ya le chirriaban los dientes y un bolo amargo se había anidado entre su garganta y su septo nasal.

Ahora no tenía fuerzas ni para llamar por el interfón para que le trajeran sus chilaquiles y su café negro. O sudaba de calor bajo las cobijas o lo sacudían los escalofríos. Planeó darse un regaderazo helado para quitarse la cruda, pero no tuvo las agallas.

Bajo el cálido abrazo de la regadera, resumió los sucesos de la noche anterior con suprema satisfacción. El alma de la fiesta. Montañas de coca. El delirio de una noche febril con Luis.

Adolfo se puso duro y su mente, quizás inspirada por los ruidos del quehacer cotidiano, divagando llegó al chofercito, con sus irresistibles ojos resentidos, a quien encarnó enjuagando su coche con la manguera, agitándola virilmente en todas direcciones como un artista de las suertes de la reata en un lienzo charro. Adolfo se subía al coche y Gabriel botaba la manguera y se sentaba a su lado y le daba servicio oral en el garaje de su casa. Total, soñar no cuesta nada.

Estaba tan debilitado que le temblaban las rodillas. Bajó a desayunar en bata y lentes oscuros. Le pidió a Zenaida unos chilaquiles bien picosos y un café negro, sin buenos días ni por favor ni gracias. No saludó a su hermana, quien también traía un semblante espectral, supuso que porque había cogido con el arquitecto hasta altas horas de la noche.

Se atravesó hacia el garaje para ver si de casualidad se encontraba a Gabriel. Quería confirmar que su infatuación no era una simple cuestión de pérdida temporal de la razón por motivos de cruda. La idea de abrirse la bata y mostrarse ante el mozo en todo su esplendor, como Dios lo trajo al mundo, lo regocijó. En efecto, Gabriel, quien estaba sacándole brillo a uno de los autos, era tan antojable a la luz fría de la realidad como lo fue en su fantasía en tecnicolor. Adolfo consideró tomar al mozo bajo su égida. Le enseñaría qué música oír, a qué antros ir, qué mezcales tomar, cómo coger como un rey y qué coca es la buena.

—¿A qué fuiste al garaje, si tu coche está en el taller? —le preguntó Lucía cuando volvió al antecomedor.

—A nada que te importe—respondió Adolfo—. A ver si me prestas tu coche al rato.

—Ya te lo presté ayer. Hoy lo voy a necesitar.

Lucía continuó regañándolo, pero Adolfo se desconectó de la retahíla de reclamaciones como si le hubiera bajado el volumen al radio. Encendió un cigarro.

Había empezado a fumar y a rellenar las botellas de licor de su papá con agua a los once años, cuando todavía no le cambiaba la voz. Entre los padres consternados de sus amiguitos del Trinidad, Adolfito Orozco era considerado la mala compañía encarnada. Por guapo y simpático, tenía en el bolsillo la admiración de todos sus compañeros, menos la de los pobres diablos de los que se burlaba sin compasión.

Mediocre en los deportes, malísimo en los estudios, excelso en el relajo y un éxito con las chicas, era el adolescente ideal, excepto por un pequeño detalle. Había besado a una que otra niña, y escabullido su mano en una que otra teta, con una aterradora falta de entusiasmo que en un principio le atribuyó a su inexperiencia.

Su papá nunca dio indicio de querer iniciarlo en los misterios del sexo ni hablando a solas con él ni llevándolo con prostitutas, como hacían los papás de los demás. Adolfo se imaginaba que su padre se confesaba ante sus amigos un viernes de copas en una cantina: «¡Me salió puñal!», y lloraba a moco tendido, mientras los amigos le daban palmadas de consuelo y en el fondo pensaban que si a ellos les hubiera salido uno igual, lo mataban en el acto.

Así, que a los catorce años, Adolfo se unió a la expedición de un pequeño grupo de amigos que fueron a probar suerte a un burdel en la colonia Cuahutémoc, comandados por Román, el hermano mayor de su amigo Carlos Ascencio, quien tenía dieciocho años y coche.

La acostada salía como a cincuenta dólares en aquella época. Luis le prestó una parte de la suma, el resto Adolfo lo juntó de su semana y se lo sacó a su mamá con el pretexto de comprar un regalo de cumpleaños para su novia, Adrianita Lascuráin.

Adolfo se había imaginado una lujosa sala iluminada por lámparas con pantallas rojas bordeadas de flecos, con sillones de terciopelo púrpura y putas alabastrinas con el pelo muy negro y muy lacio, las piernas muy largas y los labios muy rojos, desnudas debajo de sus kimonos traslúcidos de seda estampada, bebiendo cócteles tropicales decorados con paragüitas de papel de china, como había visto en una película alguna vez. Una madrota bustona con tupidas pestañas postizas le mostraría la mercancía con elegancia.

Para su profunda desilusión, el burdel era un departamento decorado de pared a pared como la recepción de un consultorio médico de cuarta: todo era color durazno, y lo que no era durazno, era color menta. Los recibió una tipa con pinta de burócrata resentida, ataviada con un vestido de rayón. Para el regocijo general de los muchachitos, les ofreció cubas con alcohol.

Las chicas aparecieron, entre caminando y desfilando: Yadira, Rocío, Malena, Zafiro, Yessica, Iris. Román les había dicho que, por el precio, iban a estar muy buenas y de lejitos sí daban el gatazo, con sus cabellos teñidos de rubio y cobrizo, pero ya de cerca Adolfo notó que usaban plastas de maquillaje para cubrir sus arrugas y sus poros abiertos como piedra volcánica. «Por el precio —pensó Adolfo, quien a su temprana edad era ya todo un esteta—, se podían haber comprado ropa menos chafa».

Parecían secretarias con ínfulas. Al sentarse con las piernas cruzadas, descubrían los ligueros que sostenían sus medias de encaje. Una se sentía soñada con unas botas como de los tres mosqueteros, que le llegaban hasta el chamorro. Otra traía una pulsera debajo de la media, lo cual para Adolfo era una transgresión tan imperdonable como ponerse huarache con calcetín.

No hubiera estado mal si por lo menos se hubieran parecido a las efervescentes chicas a gogó de las películas de Mauricio Garcés, que gracias a la televisión seguían retozando en tecnicolor deslavado, en sus babydolls rematados con plumas de avestruz, en mansiones millonarias en el Pedregal. Pero, por desgracia, todo en aquel departamento despedía un tufo a ambición desganada.

Sus amigos soltaban risotadas nerviosas, fingiendo que no se estaban muriendo del susto. A Adolfo se le revolvió el estómago. La Rocío lo escogió a él. Era morenita, de pelo cobrizo, de sonrisa rescatable y piernas flacas pero macizas. La poca carne que tenía se le concentraba en sus senos redondos y duros como balones. Era, como dirían sus cuates, la más buena de todas. Rocío tomó a Adolfo de la mano y lo llevó por un pasillo angosto a un cuarto sin ventilación, decorado con la misma insistencia color pastel.

Mareado por el olor a desodorante ambiental y la colcha estampada de la cama, Adolfo creyó que, cuando se bajara los pantalones, no encontraría su miembrecillo por ningún lado. Sin embargo, por su vasta experiencia estrenando mocosos, Rocío ya tenía contemplada esa posibilidad. Se quitó su jueguito de lencería barato de encaje negro con listones rojos, revelando un pubis de un azabache incompatible con su cabellera rojiza. Se puso de rodillas y lo ayudó con la boca.

Adolfo se imaginó que Rocío lo hacía como si estuviera disfrutando de un rico helado: succionando, mordisqueando, cubriéndose los labios de vainilla. En cuanto notó una erección discernible, lo arropó con un condón y se le montó encima rápidamente. Le colocó las manos sobre sus sólidos pechos rebotantes, ya que él estaba demasiado traumatizado para hacerlo.

Para su sorpresa, el nene no se vino de inmediato, sino cinco segundos después, con la misma cara de terror que ponían casi todos.

—Bien hecho, papito —le dijo Rocío—. Vas a ser un buen amante. Solo acuérdate de aguantarte lo más que puedas. No es gran ciencia.

A la salida, sus cuates hicieron esfuerzos heroicos por simular que habían sido unos tigres en la cama, pero todavía traían el pavor en la mirada. Adolfo podía jurar que Luis tenía los ojos rojos, como si hubiera llorado.

La experiencia, diseñada para alentarlo a perseguir féminas, le provocó todo lo contrario. Ya Adolfo sospechaba que a él le gustaban los hombres. En los recreos, por ejemplo, se sentaba en el patio y, en su imaginación, presidía un concurso de quiénes eran los jóvenes más guapos de la prepa.

Esto le causó terror hasta que un día se excitó de forma involuntaria besando a Marina Ocampo en una fiesta. Desde entonces, Adolfo se convenció de que no era puto, u homosexual, como les decían científicamente, sino que tenía un feroz apetito por el sexo, sin importar el género. Además, en sus fantasías, su preferencia era ser el cogedor y no el cogido, lo cual lo llevó a la conclusión de que su hombría no solo no estaba en peligro, sino que era aún más hombre por tener un pito tan espabilado.

Pocos días después de su estreno, se vio observado con sumo detenimiento, mientras meaba en el baño de la secundaria, por el apuesto Antonio Martínez de Hoyos, quien iba en sexto de prepa y, con el pretexto de que lo ayudara a buscar un lente de contacto, lo metió a una caseta y lo hincó en el suelo pegosteado de pipí, abriéndose la bragueta.

Adolfo se aplicó a su tarea imitando las maniobras de Rocío, su única referencia. No le supo a helado de vainilla, pero tuvo la osadía de pedirle a su amante que se lo hiciera de regreso, y este, conmovido por la gallarda precocidad de Adolfito y por sus grandes ojos verdes, rebosantes de trémulo deseo, le devolvió el favor.

Este paraíso terrenal continuó durante tres semanas, en las que se citaba con su amante preparatoriano en el baño a horas de clase. Hasta que un viernes Adolfo llegó puestísimo a su cita y su adorado no se presentó. Al día siguiente lo vio en el cine, de manita sudada con Lorena Bofill. Antonio se encogió de hombros con un gesto de «así es la vida».

Adolfo no supo qué le causó más despecho: el ser abandonado sin explicación, el que lo botaran por una mujer, o el darse cuenta de que su romance era considerado por el resto del mundo como algo repugnante.

Después de eso, jamás se permitió volver a enamorarse de nadie y se volvió un experto relator de chistes de maricones. Años más tarde, por su afición por las drogas y el alcohol, su tendencia a achatarrar automóviles, su pequeña industria de abastecedor de narcóticos y su «confusión» sexual, su papá solía decirle: «No sé a quién saliste. Te debí haber refundido en una academia militar, eres una vergüenza para esta familia».

—Ni me estás haciendo caso, Fito. ¿En qué piensas?

—Ah, mi queridísima sisterna. En las vueltas que ha dado mi triste vida. Me estaba acordando de cuando me rompieron el corazón por primera vez.

—¿Quién?

—Lorena Bofill. Yo estaba loco de amor por ella y nunca me peló. Se casó con el imbécil de Martínez de Hoyos.

—Ay, pobrecito Fito. Como si no te hubieras desquitado desde entonces.

—¿De qué hablas?

—De tus novias. Como la pobre de Berenice. Le prometiste que de regreso de Europa la pedías y la dejaste vestida y alborotada.

—Es que en los viajes uno madura. Conocí mujeres de más mundo que Bere, y me di cuenta de que yo necesitaba algo más que una esposa fresa.

—Pero ni tuviste la decencia de avisárselo.

—Pero tú bien que te revientas y nadie te dice nada.

—Porque yo soy más discreta.

—Porque eres una hipócrita. Si mi papá supiera en las que andas...

—¿A qué te refieres? —preguntó Lucía, disimulando su sobresalto.

—Tú sabes muy bien.

—No sé de qué hablas. ¿De Ricardo?

—No, a ese lo usas solo para aparentar.

—Estás alucinando.

No podía ser que supiera lo de Gabriel. Nadie los había visto.

—Nomás digo que yo no soy el único que se porta mal en esta casa.

—Has tenido suerte, Fito, de que no te ha ido peor —dijo Lucía.

—Y tú has tenido suerte de que yo no les cuento a mis papás de todos los gañanes con los que te has metido.

—Ni yo de las drogas que vendes. Y de tus amiguitos.

—¿Qué amiguitos?

—No te hagas.

—Si tienes algo que decir, dilo, pero no me amenaces, cabrona. Todo mundo tiene cola que le pisen, incluyéndote.

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