ONCE Gabriel cerró la puerta

detrás de él y apretó el botón de la cerradura.

—¿Qué haces? —susurró Lucía—. Salte de mi cuarto.

—No mames —le respondió Gabriel.

—Salte de mi cuarto o grito.

A Gabriel le dio risa la advertencia melodramática. Lucía se mordió los labios para no reírse.

—Cierra las cortinas —ordenó Gabriel.

—Ciérralas tú —contestó Lucía.

—Me van a ver por la ventana, mensa.

Lucía obedeció. El cuarto se tiñó de rosa.

—¿Alguien te vio subir?

—No, nadie.

—Aquí no podemos estar. Nos van a oír.

—Pues aquí estamos —le dijo Gabriel.

La besó apretándose contra ella. Sus manos se escabulleron por debajo de su ropa, abrieron cierres, desabrocharon ganchos, desabotonaron ojales, intentaron bajarle el pantalón. Ella deslizó su palma por debajo de la camiseta de Gabriel y recorrió su torso terso y calentito como el de un bebé.

Gabriel se sobaba contra su vientre como si ya estuviera adentro de ella. Lucía le desabrochó el pantalón y destapó la trusa blanca y contuvo la respiración. Nunca había visto un pene así de benigno: liso, pálido, parejo, plano y puntiagudo como una anguila eléctrica. Lo tomó con cariño en sus manos y lo cubrió de besos.

—Agáchate —le dijo él, y la puso de rodillas sobre la alfombra rosada. Un aliento fresco sopló suavemente en su hoyo húmedo, seguido de unos lamidos de lado a lado, delicados como los de un gatito que bebe leche. Le flaquearon los codos. Nunca nadie le había hecho nada semejante. Gabriel la reacomodó para penetrarla.

—¿Traes condón? —preguntó Lucía—. Yo no lo hago sin condón.

—Me salgo —sugirió Gabriel.

—Ni madres.

Gabriel aventó a Lucía sobre la cama. Hurgó con su dedo por adentro de los calzones de Lucía. Ella movía la cabeza de lado a lado y de repente lo miraba con asombro y de repente se tapaba los ojos, como si no pudiera creer lo que le estaba pasando.

—Tiéntame —pidió Gabriel.

Él tomó su mano, la lubricó con su saliva y le enseñó cómo frotarlo: bien duro y bien rápido. Su semilla se chorreó sobre sus vientres. Lucía no pudo venirse, de los nervios.

Lo aturdieron los cosméticos, polvos, sales, esponjas, perfumes, botellas, pomos, tarros, conchitas y caracoles acumulados en el baño. Lucía saltó de la cama y lo abrazó por detrás, cubriéndolo de besos.

—No quiero que te vayas, pero me da mucho nervio que te agarren en mi cuarto, ¿me entiendes?

Lo besó una vez más, repasando el dorso de su mano por su mejilla.

—Ándale, ya vete —le dijo, besuqueándolo.

—¿Cómo me voy a ir si no me sueltas?

Tocaron a la puerta. Se miraron alarmados. La manija dio vuelta, pero la puerta estaba cerrada con llave. Gabriel se escondió en el clóset, desnudo. Ella metió su ropa y sus zapatos debajo de la cama.

—¿Quién?

—Yo —dijo Adolfo.

—Estoy estudiando. ¿Qué quieres?

—Ábreme, plis.

Ella se puso rápido la pijama y abrió la puerta. Él la miró con curiosidad.

—Me caga que me interrumpas cuando estoy estudiando.

—¿No tienes un pase por allí que te sobre? Me estoy muriendo.

—No, no tengo. ¿Qué pedo ayer, Fito? Me quedé esperando a Gabriel horas. Quedamos en algo. Te presto mi coche...

Adolfo se tapó las orejas dramáticamente.

—Shh, shh, shh. No es para tanto.

—No respetas nada.

Él se quitó los lentes oscuros y recorrió el cuarto con la mirada.

—¿Y Ricky? Hace mucho que no lo veo.

—Allí anda. ¿Por?

—Nomás pregunto.

—Me tengo que bañar. Chao.

Lucía lo empujó hacia afuera y cerró la puerta con botón. Adolfo se quedó parado en el pasillo, musitando. Después de unos momentos, Gabriel salió del clóset. Lucía le señaló la sombra de los pies de Adolfo por debajo de la puerta. Se quedaron paralizados hasta que la sombra se esfumó.

—Me late que se las huele —susurró Lucía—. Esto no puede volver a pasar.

Se asomó al pasillo y le indicó que saliera.

Gabriel apretó las manos de Lucía en las suyas y, una vez abotonado, se salió en un paso y bajó las escaleras con prisa pero sin correr. No tenía idea de cuánto tiempo había estado allá adentro. Le parecían horas. Bajó al jardín.

Se olió los dedos una y otra vez, aspirando el sudor íntimo de Lucía.

—¿A dónde andabas? —lo sobresaltó su papá.

—Me fui a fumar un cigarro al camellón.

—Ve al súper. Aquí está la lista. No te tardes. Y no dejes el carro en la calle. Lo metes al estacionamiento.

Agustín le entregó la lista, las llaves del BMW y un billete púrpura, de a quinientos. Era la primera vez que lo mandaba solo al súper con tanta lana y en ese carro. Ese billete crujiente le hubiera venido bien en el Parque Hundido.

Sentado ante el volante, recordó que hacía solo unas semanas había regresado a México con la cola entre las patas, sin mucho más patrimonio de con lo que se fue. Después de la desilusión del encuentro con su papá, y de volver a la pobreza asfixiante de su barrio, pensó en meterse de narco porque concluyó que en México no se podía vivir dignamente de otra cosa.

En Estados Unidos había podido ahorrar, mandarle dinero a su jefa, pagar la renta y comprarse sus cosillas. Los trámites de la deportación y el abogado que lo engañó lo dejaron en cero. En México, su sueldo era un insulto. Indagó por un puesto de mesero, pero cuando mencionó que había trabajado de garrotero en un bistro en Nueva York, en lugar de contratarlo, le hicieron el feo. Sin embargo, aquella brillante tarde otoñal, bajo un insólito cielo azul, le pareció que sus aventuras y desventuras en el otro lado de alguna manera habían dado fruto.

Se paseó por los pasillos del supermercado conduciendo el carro como si fuera un rockero comprando viandas para un gran reventón. Se detuvo en la sección de jabones a comprarle un regalo a Lucía. Se formó en la larga cola de la salchichonería. La lista de embutidos que tenía en sus manos estaba llena de minucias exóticas, como el grosor y la marca, y el tipo de jamón y las cantidades de longaniza, chorizo, quesos y patés.

Cuando le tocó a él, la dependienta no le ofreció una rebanadita de nada ni le dijo cuál jamón tenían en oferta, como había hecho con una señora delante de él. Detrás de él, otra doña hacía ruidos desesperados con el aliento y chasqueaba los labios para manifestar su inconformidad con la lentitud de las dependientas. Gabriel la miró de reojo. No era mucho mayor que Lucía, pero iba disfrazada de señora. Quizás estaba molesta por tener que formarse detrás de un criado.

—¿Me das una probadita del queso manchego? —preguntó Gabriel a la dependienta, quien titubeó antes de alcanzarle un pedacito de queso.

Saboreó el queso con parsimonia mientras los resoplidos de la tipa a sus espaldas se hacían cada vez más violentos. Esto lo instigó a revisar su lista con especial detenimiento y a hacerse el indeciso entre si comprar ate de membrillo o de guayaba, pidiéndole a la dependienta que fuera tan amable de darle a probar de ambos y un poquito del queso panela.

La empleada partió el ate como si le hubieran pedido que se arrancara los brazos. Mientras Gabriel comparaba los ates, oyó un taconazo.

—¿Te vas a tardar mucho, oye? —dijo por fin la señora.

«No, señito, fíjese que ya mero acabo, disculpe la molestia, es que traigo una lista retegrandota y como soy reburro pos no sé ni cómo hacerle, pero no se apure, si quiere me quito pa que haga usté su mandado».

Gabriel puso su mejor cara de maleante, dio un paso amenazante hacia la señora y la miró directamente a los ojos.

—Me tardo lo que me tardo y, si no le gusta, sáquese —respondió sibilante.

—¡Pelado! —dijo la señora, enrojecida de rabia. Se aferró a su bolsa como si Gabriel se la fuera a arrebatar.

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