DOCE A unas seis cuadras
de la casa, Lucía se pasó para adelante.
—¿Pa qué tenemos que ir hasta el centro? —dijo Gabriel.
—Porque allí no nos vamos a encontrar a nadie. Es lo menos arriesgado.
Dejaron el coche en el estacionamiento subterráneo de Bellas Artes y caminaron por las calles del centro. Pasaron por el Downtown. Gabriel quiso entrar, pero Lucía temió encontrarse a algún conocido. Gabriel se puso a buscar un hotel. Pasaron por un edificio estilo colonial con un letrero que decía «Hotel Mónaco».
—¿Entramos? —dijo Gabriel.
Lucía revisó la fachada cuidadosamente.
—Yo no sé qué tipo de lugar es este —dijo.
—Es un hotel.
—A ver, chécalo —refunfuñó Lucía.
Gabriel cruzó el portón y entró a un fresco patio interior con el piso recubierto de mosaico. Unas escaleras de piedra con barandales de hierro forjado conducían a las habitaciones del segundo y tercer piso.
En el centro del patio había una fuentecita de piedra con un borbotón. Detrás del mostrador de madera gastada que hacía las veces de recepción, la lista de precios indicaba que un cuarto costaba el doble de lo que Gabriel ganaba al día.
—Es un poco caro —dijo Gabriel.
—¿Cuánto cuesta?
—Trescientos sesenta pesos.
—Debe estar lleno de pulgas —masculló.
—Asómate para que lo veas —le dijo Gabriel.
—¿Es de putas? —preguntó Lucía con cara de desaprobación.
—¡No creo! —le contestó Gabriel.
La jaló de la mano y entraron al hotel. Lucía se reconfortó al ver salir de un cuarto a dos hippies con pinta de turistas escandinavos. Gabriel se recargó en el mostrador y pidió un cuarto. Lucía se quedó petrificada de espaldas a la recepción, apuntando su nerviosismo hacia la fuentecita.
—¿Cuántas noches? —preguntó de forma rutinaria el encargado, quien alargó el cuello, buscando el equipaje.
—Solo por hoy —le dijo Gabriel.
—Son trescientos sesenta pesos.
El tono del empleado era estrictamente profesional, pero a Lucía le pareció que los juzgaba.
—No hay problema —contestó Gabriel.
—Si es tan amable, se paga por adelantado —le dijo el encargado.
—Sí. Permítame.
Gabriel sacó el único billete de cien pesos que tenía y continuó hurgando como si tuviera más dinero perdido en las profundidades de sus bolsillos.
—Un momentito —dijo.
Lucía simuló entretenerse con la fuente.
—No tengo suficiente —le susurró Gabriel—. Necesito doscientos sesenta.
Lucía sacó tres billetes y se los dio sin mirarlo.
El cuarto apestaba a Pinol. La mayor parte de la habitación estaba ocupada por un colchón matrimonial abultado y disparejo, cubierto por una cobija gris de lana rugosa. El resto del mobiliario consistía en una silla de madera y un armario desvencijado con cuatro ganchos chuecos. El baño estrecho estaba recubierto de mosaico blanco e incluía un rollo de papel barato a medio usar, dos toallas raídas y una barrita de jabón Rosa Venus. Una rendija que daba a un interior tenebroso proporcionaba la muy limitada ventilación. Sobre un taburete rengo junto a la cama había una jarra de agua con dos vasos de plástico y un teléfono rojo.
Lucía destapó la cobija para ver si las sábanas estaban limpias. Eran delgadas y rasposas y tenían unos cuantos remiendos, pero no había pelos ni manchas. Gabriel la dejó que investigara el cuarto tranquilamente. Cuando Lucía hubo terminado su revisión, Gabriel la abrazó, la besó y le empezó a desabotonar la blusa.
—Sosiégate —lo empujó Lucía.
— No está tan mal, Luchita. Ándele, aliviánese.
Lucía lo había hecho en hoteles legítimos en Valle de Bravo, Ixtapa y Acapulco. Lo había hecho una tarde, muy incómoda y paranoicamente, en un parquecito de pasto amarillento en Bosques de las Lomas, y una sola vez en un hotel chafón de la colonia Roma con el tapete verdoso y las colchas con hoyos de cigarro.
—¿Traes condón? ¿Qué condones compraste?
—Chale, Lucía, ni que fuera yo un pinche virus. Sí traigo condón, ¿ta bien? Todos son iguales. ¿A tu novio también te la pasas exigiéndole el capuchón?
Gabriel entró al baño y Lucía revisó una vez más las camas, el piso y el armario. Se asomó por la ventana a través de la cual no había nada que ver. Se sentó sobre la cama y oyó el eco de la orina de Gabriel chapotear en el excusado, seguido del ruido de la cadena. Pensó que todavía estaba a tiempo de huir, pero no se movió.
Él se acercó, la besó y la acarició sin pena, tosquedad ni torpeza. La recostó en la cama, se tendió encima de ella y se revolcaron arropados, como adolescentes pudorosos. Poco a poco, fueron encontrando retazos de piel cálida hasta que se quedaron en calzones.
—No entiendo cómo nos tardamos tanto en llegar hasta este punto —jadeó ella.
Lucía lo miró desvestirse y le pareció que su trusa blanca le quedaba como un pañal. Las costillas se le marcaban en el torso; los codos, los hombros y las rodillas se empujaban contra su pellejo como un balón de futbol contra la red de una portería. Su vientre estaba ahuecado y su tupida mata negra sobresalía violentamente en contraste con la delicadeza del resto de su cuerpo.
Se quedó quietecita mientras él se ponía el condón, revuelta entre el pánico de las consecuencias de lo que estaba a punto de suceder y las ganas de recibirlo dentro de ella; anticipando la sensación milagrosa cuando él encontrara el hueco de su carne por sí mismo.
Gabriel no cesaba de maravillarse de tenerla enredada bajo su cuerpo y de ser el causante de que su pelo yaciera enmarañado, desparramado sobre la almohada como una telaraña de seda negra. Metió las narices y la lengua dentro de sus axilas amargas de sudor y perfume, probó el néctar salado de su coño y el sabor a jabón limpio de su piel.
Lucía cogió desinhibida, rebotando con violencia en la cama, aunque —o quizás porque— las sábanas raspaban. La provocó estar en ese hotelucho sin conocimiento de nadie. Comenzó a tocarse, a gemir más fuerte. Gabriel se acopló al ritmo urgente de su aliento hasta que ella explotó, con un aullido temible.
—Sí, vente Gabriel, vente adentro de mí.
Gabriel se zarandeó encima de ella gimiendo y temblequeando y cayó agotado.
La abrazó y la cobijó con besitos tiernos.
—Mi princesa caramelo.
Lucía le respondió con un beso de larga duración. ¿Qué le iba a contestar? ¿Mi chofer de chocolate?
—¿Te gustó? —preguntó Lucía.
«¿A quién no le gusta?», pensó Gabriel.
—¿Te gustó a ti? —preguntó él.
—Hombre... ¡Me encantó!
Lo miró sobriamente y añadió:
—Me gustas mucho, Gabriel.
—Tú a mí —respondió él.
Permanecieron trenzados durante largo rato, acariciándose en el vapor de sus cuerpos aletargados.
Lucía había dejado sus pulseras y sus aretes en la casa. Tampoco había traído su bolsa ni sus tarjetas de crédito. El dinero se lo había dividido entre los dos bolsillos frontales de sus jeans. Por si las flais.
Al salir del hotel, caminó por las calles agarrada de Gabriel, mirando para atrás en cada esquina, identificando posibles perpetradores de secuestros o policías en busca de sueldo. Los hombres la miraban con hambre o chocaban a propósito contra ella para rozarla.
Se toparon con el Zócalo, el cual recordaba haber visitado de pequeña, decorado para navidad. Lo había visto desde el coche, una noche que su papá los llevó, ataviados en sus pijamas, a ver los foquitos de navidad en la Alameda. A la luz de la tarde se veía entre majestuoso, como decían en la tele, y dado al catre.
En cada esquina todavía colgaban los retratos de los próceres nacionales, hechos de bombillas de colores, que conmemoraban el mes de la patria. Un grupo de jóvenes en taparrabos y penachos de plumas bailaba una danza autóctona, acompañados por flautas, caracoles y tambores prehispánicos. Limosneros apostados a la entrada de la catedral gemían con voces patéticas; indígenas, maestros, obreros, manifestantes profesionales acampaban ante carteles indignados que habían colgado en las rejas.
Lucía se imaginó confesándose adentro de la catedral, la única iglesia, fuera de la Basílica de Guadalupe y San Pedro en Roma, con la capacidad adecuada para albergar sus innumerables y enormes pecados.
«Acabo de fornicar —se imaginó susurrándole al párroco—, y con singular alegría, además, con el chofer que trabaja en mi casa, a espaldas de mi novio. Soy una pecadora marca diablo, padre. Sus rosarios me hacen los mandados».
—¿No te crujen las tripas, mi reina? —dijo Gabriel.
—¿En dónde comemos?
—Tú dime a mí.
—Déjame buscar qué hay por aquí.
Lucía no conocía bien el centro, fuera del Downtown al que le gustaba ir a Ricardo, a donde no podía llevar a Gabriel. Se acordó del Sanborns de los Azulejos. Le pareció que Gabriel se había asustado un poco con esa propuesta.
—No te apures, yo te invito —le dijo.
Dentro del gran patio techado del restaurante, Lucía se imaginó que todo el mundo los miraba con cara de sospecha, incluyendo a la mesera, vestida con una falda larga de papel con rayas de colores. Gabriel revisó el menú. Los precios eran alarmantes.
—Pide lo que quieras —dijo Lucía.
—Ta bueno: un caldito tlalpeño, unas enchiladas, unos sopecitos, una tampiqueña, un banana split y una malteada de nuez.
—No seas tonto —dijo Lucía.
—¿Pues no que lo que quiera?
Gabriel pidió una sopa de tortilla y una carne tampiqueña; Lucía, unas enchiladas suizas.
—Imagínate —dijo Lucía—, esta era la casa de un virrey.
—¿Parientes tuyos, mi amor?
—En serio que nosotros no somos tan ricos.
Gabriel soltó una carcajada.
—Deveras —protestó Lucía.
Al salir de Sanborns satisfechos y somnolientos, a Lucía le pareció como si se hubiera ido de viaje al extranjero, como si estuviera visitando un continente exótico y lejano como la India o África.