CATORCE Escaparse con Gabriel

no era fácil. No se podía dar un paso en esa casa, que desde su amorío con Gabriel le parecía sobrepoblada como un hormiguero, sin que algún pariente o sirviente apareciera detrás de una puerta. Por todos lados había gente queriendo saber a dónde vas, a qué horas regresas, cómo, cuándo y con quién.

Gabriel y ella vivían enardecidos por la esperanza y agotados por la frustración, sin poder planear nada con la debida antelación e intentando encontrar momentos espontáneos para robarse unos besos apresurados. Por eso, los domingos eran el día perfecto para desaparecerse con Gabriel. La mitad de los criados tenía el día libre. Su papá se iba a jugar golf. Si Natalia no lo alcanzaba en el club, la manicurista venía a hacerle las uñas a domicilio.

De vez en cuando, a Roberto le entraban, ya fueran cargos de conciencia o ganas de joder, y organizaba una comida familiar en el Miravista. La familia arribaba en tres coches. Lucía en el de Ricardo, Adolfo en su Jetta y los Orozco en el Mercedes.

Fito aparecía siempre el último, ojeroso y deshidratado, Lucía exhibía un mal humor de proporciones épicas por motivos que solo ella entendía, y Natalia defendía a Fito con el propósito de provocar a su marido. Cuando empezaban las hostilidades en la mesa, Ricardo fijaba la mirada en el guacamole de su carne a la tampiqueña. Roberto consumía varios tequilas y ponía cara de mártir cuando le traían la cuenta.

—Me voy a ir con mi amiga Chantal a una comida en el Pedregal.

Lucía sopeó su concha en la yema del huevo tibio. Zenaida se lo servía sin clara porque la detestaba.

—¿Chantal qué? —inquirió su madre.

—Chantal Bellini. Sus papás son diplomáticos italianos. No los conoces.

Lucía había sacado el apellido de un menú de brunch.

—¿No vas a ver a Ricky?

—En la nochecita.

Si todo salía bien, y nadie hacía demasiadas preguntas, hoy darían las cuatro de la tarde y Lucía no experimentaría esa angustia claustrofóbica que la había embargado todos los domingos de su vida. Solo se entristecería al regresar de su romance en el centro y encontrar la casa en tinieblas, a su mamá encerrada en su recámara, su padre y hermano ausentes, y los mensajes de su novio en el celular.

Gabriel se había ido al hotel en pesero y metro (el domingo era su día libre y no era prudente que fueran juntos en el coche). Se le había hecho tardísimo. A Lucía le daba cosa esperarlo en el cuarto, de modo que lo esperó en el lobby, a la vista del de la recepción, que la miraba con una complicidad soez. Llevaba media hora sentada en el borde de la fuentecita de piedra. Exasperada, se asomó por el portón del hotel. Gabriel venía caminando de lo más tranquilo, como si tuvieran el resto de la eternidad para estar juntos.

—Te traje un Tin Larín. Un dulce para mi dulce —dijo Gabriel, todo sonrisas.

—Ve qué horas son —respondió Lucía.

—Es que no pasaba la combi.

—¡Es que no tenemos tiempo! Quedé de ver a Ricardo en la noche.

—Ah, que la chingada.

—¿Pues algún día lo tengo que ver, no? Si no, van a sospechar.

—Eso de que es por nuestro bien que te cojas al arqui, mejor cuéntaselo a tu abuela. Soy pendejo, pero no tanto. ¿Me vas a dar la lana o qué?

—Ya pagué.

—No mames. ¿Deveras?

Lucía hizo una mueca malhumorada y sacó el dinero de su cartera.

—Más te valía —dijo Gabriel, arrebatándole el billete.

—¿Y qué pasa si yo le pago al encargado un día?

—Que van a creer que soy tu puto privado.

—No seas tan machín.

Sabía que Gabriel no tenía mucho dinero, pero pensó que de vez en cuando él podría invitarle a una comida en algún lugar barato como Vips o, de menos, el cine y las palomitas.

—Estoy harta de venir al centro. Estoy harta de este hotel.

—Si quieres, vamos al Camino Real.

—Sí, pero lo tendría que pagar yo, como pago todo lo demás.

—¿Por qué eres tan coda, con tanta lana que tienes?

—Yo pago todo, ¿y me dices que soy una coda? Además, yo no tengo lana, güey. Tú sabes que me la da mi papá.

—Tu papá caga lana, no te hagas.

—Y dale con lo mismo. ¿Qué no juntaste lana en Estados Unidos? ¿Qué no te sobró nada?

—No. No me sobró nada, fíjate. Vete al carajo.

Gabriel se salió y la dejó hablando sola. Lucía corrió tras él.

—¡Gabriel! ¡Espérate!

Lucía comenzó a llorar. El tema del dinero le provocaba lágrimas de culpabilidad. Siempre se sentía como la mala de la historia, no solo avara e insensible a las carencias de su amado, sino como si ella tuviera la culpa de que él no tuviera un quinto.

—Vamos al cuarto, ándale —dijo—. Toma la lana. Ya no te enojes.

—¿Tú crees que me gusta que andes pagando todo por mí?

—No. Porfas, perdóname.

Gabriel le pagó al encargado y subió las escaleras sin esperarla. Estaba tendido en la cama cuando ella entró.

—Cógeme —susurró Lucía, excitándose con solo articular el verbo.

—Ruégame —dijo él.

—Cógeme, te lo ruego, te lo suplico.

Se la metió sin ponerse el condón. Lucía se retorció como renacuajo, lo arañó, lo mordió, lo pellizcó, pero se dejó someter excitada por el forcejeo y por el sexo desnudo de Gabriel sobándose dentro de ella sin la membrana de hule que era la última barrera contra su intimidad. No sin cierto pánico, pensó que se vaciaría dentro de ella, e imaginó su semen viscoso esparciéndose dentro de su vientre, intentando llegar vertiginoso a sus ovarios. Pero él se salió.

Satisfecha y agradecida, Lucía se le acurrucó debajo de las sábanas y lo colmó de besos. Solo se oía la respiración forzada de las calderas y los generadores.

Lo tenía allí al lado, desnudo, apacible como un bebé dormido, y no sabía nada de él: cómo había sido su vida, dónde había estudiado, cómo había crecido, si alguna vez había estado enamorado. Le daba miedo enterarse, temiendo que esto acrecentaría las diferencias entre ellos. Por otro lado, sentía como si de alguna manera ya se supiera la historia; una historia de fealdad, crueldad y carencias, como la de todos los pobres de México. Su mamá solía decir que los mexicanos son una bola de achicopalados que no saben progresar. Todo lo que tocan lo hacen polvo.

—¿Por qué te regresaste de Estados Unidos? —le preguntó, despabilándolo.

Se aprestó a escuchar la historia de su amado, emocionada y alerta como cuando era chiquita y su papi la ayudaba con la tarea.

—Porque me deportaron.

—¿Cómo?

—Cuando trabajaba en la cocina de un restaurante en Soho.

—¿Cúal restaurante? Chance y lo conozco.

—Le Bistrot.

—No me suena. ¿Era rico?

—Sí, la verdad.

—¿Eras cocinero?

—No, era garrotero. Me iban a ascender a mesero.

—¿Y cuánto te pagaban? —preguntó Lucía.

—Siete dólares la hora. El sueldo mínimo era once ochenta.

—¿Y cuánto ganas aquí?

—Ni pa la muela.

—Dime.

Gabriel hizo una pausa larga.

—Dime. Quiero saber.

—Doscientos dólares al mes. ¿Cómo ves?

A pesar de que las matemáticas no eran su fuerte, Lucía dedujo que el sueldo mensual de Gabriel era menos de lo que costaba un vestido de coctel de marca regulis en Bloomingdale's.

—No es mucho —dijo Lucía.

—No es nada.

—Bueno, cuéntame de Nueva York. ¿A poco no es padrísimo? —dijo ella.

—Es chingón cuando te acostumbras. Pero cuando llegas es una friega.

—¿Por qué?

—Porque los que no vamos de paseo como tú, al principio no sabemos ni qué pedo. No hablas ni pito de inglés, no conoces a nadie y hay otros ochenta mil güeyes igual de desesperados que uno buscando chamba.

—¿Cómo llegaste hasta allá?

—Le pagué mil doscientos verdes a un coyote por cruzarme.

—¿Cómo conseguiste tanta lana?

—Ahorrando, chambeando con mi mamá en el puesto de jugos. Luego, entre mi mamá, mi hermano y mi tío se apoquinaron, más una lana que me prestó un amigo.

—¿Y cómo te cruzaste? —preguntó Lucía.

—Pues primero llegas a un pueblo que se llama Naco...

—No inventes.

—Por Dios que así se llama el pinche pueblo —dijo Gabriel, riendo—. ¿Te cuento o no? Allí en Naco, te quedas en un hotel que te consigue el coyote y te esperas hasta que te avisen cuándo te van a cruzar. Tres o cuatro días haciéndote pendejo. Y una vez que te avisan, te juntas en la noche con un grupo de güeyes y empiezas a caminar en el desierto. No se ve nada y hace un frío canijo. Y caminas y caminas y nada que llegas. Te cruzas arrastrándote por debajo de una barda de alambre achatada. Y en la mañana, en el momento que sale el sol, hace un calor cabrón. Se te pegan las espinas de los nopales a la ropa. Se te atraviesan culebras venenosas. Hace un calor como si tuvieras un fierro al rojo vivo en la cabeza. La gente se cansa. Se desmaya. Se desorienta. Se pierde. Y los coyotes no esperan.

—¿No los ayudaste?

—Pus al principio sí, estuve empujándolos, pero cada vez se rezagaban más y, si me quedaba con ellos, nos íbamos a perder todos.

No le dijo que eran mujeres, algunas con chiquillos, que venían desde quién sabe dónde en El Salvador o en Guatemala, las que pedían auxilio.

—¿Crees que se murieron?

—Espero que no. Pero con ese calor, no sé.

—¿No te dio culpa dejarlos allí?

—Pus sí, pero ¿qué querías que hiciera? ¿Tú los hubieras esperado?

—¿Y qué pasó cuando te cruzaste?

—Llegamos a una carretera y allí nos metieron en una camioneta sin ventanas. Casi no podíamos respirar, íbamos cagándonos de calor horas y horas. De repente, se paró y abrieron las puertas. Casi me quedo ciego, del solazo. Se veían unos edificios a lo lejos que se pandeaban con el calor como si fueran de hule. Nos dijeron que era Tucson y que nos separáramos para que no nos agarrara la migra. Y allí nos dejaron en medio de ese horno. Pus que me enfilo hacia los edificios, sin agua ni nada, solo como un perro. Llegué a un barrio donde había casas con alberca y estaba tan acalorado que me quité la ropa, me salté una barda y me metí a nadar en chones. No sabes qué rico chapuzón. Tenía tanta sed que tomé agua de la alberca. Me salí hecho la madre antes de que alguien me viera, me cambié de ropa ya bañado y me enfilé para la ciudad.

—¿Y conseguiste chamba?

—En Tucson estaba en chino. La migra no te deja tranquilo. Me fui a recoger manzanas en el estado de Washington. Y luego me largué a Long Island. Mi cuate Leandro y yo nos fuimos a un pueblo llamado Farmington, que está como a hora y media de Nueva York en tren. Era un deshuesadero. Encontramos una casa en la que vivían otro chingo de mexicanos. Había que caminar media hora hasta la pinche esquina en el pueblo donde te paras a esperar que pase un gringo en una camioneta y te lleve a trabajar. Farmington era pinchísimo, pero a veinte minutos en coche, era otra cosa. Mansiones con albercas y jardines. Allí es que te llevan a podar el pasto y sembrar rosales y mamada y media. A los dos días que llegamos, un gringo nos llevó a Leandro y a mí a ponerle pasto a su jardín. Todo el día con la espalda hecha mierda, pero al final nos dio un billete de cien dólares a cada uno. Nos contrató para que le pintáramos unas paredes y le instaláramos unos aires acondicionados. Se ahorró una lanota con nosotros. Nos decía: «Ustedes son como hormiguitas, chiquitos y negritos, bien trabajadores».

—¿Ganaste mucho?

—Mi reina, jamás había tenido tanta lana en mi vida. En cuatro meses junté tres mil dólares. De los cuales, como buen pendejo que soy, le mandé un montón a mi mamá y pagué lo que debía.

—¿Y entonces?

—Una mañana pasó una pickup con dos güeros bien mamados adentro. Nos escogieron a Leandro y tu servidor, que andábamos como uña y mugre. Nos llevaron a una casa a medio construir. Rápido nos dimos cuenta de que estaba abandonada. El jardín estaba lleno de vidrios rotos y jeringas usadas. Sentimos la mala vibra, pero ahí vamos detrás de la lana. Nos arrinconaron en un granero y cuando Leandro quiso echarse a correr, uno de los gringos lo interceptó con un guamazo. El otro sacó una cadena. A Leandro lo dejaron hecho una bola de sangre. A mí me rompieron cuatro costillas y casi me sacan un ojo. Y no puedes ir al hospital por si te agarra la migra. Fue una chinga.

Los ojos de Lucía se nublaron.

—No te lo cuento pa que me tengas lástima —le dijo Gabriel.

—No me das lástima. Al contrario, te admiro. Para empezar, yo no hubiera durado ni dos minutos en el desierto.

—Pos no, allí no hay Zenaida que te cargue la cantimplora.

Lucía pretendió que no había oído el comentario.

—¿Y no extrañabas México?

—Extrañaba a mis cuates. Y la comida.

—¿Y a tu familia no?

—La neta, no. Son una hueva.

—¿Cuántos años tenías?

—Diecisiete.

Lucía se lo imaginó con las costillas de fuera, trabajando al rayo del sol.

—¿Y no estabas muy solito?

—Me conseguí mis novias.

—¿Mexicanas?

—Y gringas también.

—¡Ay, sí!

—A huevo, allá es otro rollo —dijo Gabriel—. Las gringas son mucho más alivianadas.

—Son unas putas.

—Chance, pero no se hacen tanto del rogar.

Hasta entonces Lucía opinaba que los pobres de México insisten en joderse la vida pariendo decenas de hijos que no pueden mantener. Nunca se le había ocurrido pensar en la vida sexual de Ignacia, Jacinta o Zenaida. Era un tabú, como imaginarse a sus propios papás copulando.

—¿Con cuántas gringas te metiste?

—Con varias. Las güeritas allá no te hacen el feo como las de aquí, mamacita. Allí tienes a la Kate, tirándome todo el can.

—¿Quién?

—Una mesera irlandesa que trabajaba conmigo en el restaurante. Siempre que llegaba, me saludaba de besito en el cachete. Y en las noches se despedía igual. Yo le decía Catalina.

—¿Y te la zampaste?

— A huevo. Era mi girlfriend. Pero el mánager era un gringo imbécil que se llamaba Brian y le traía ganas a Kate. Y como vio que ella me tiraba los perros, me empezó a hacer la vida negra. En una de esas no me dejé y el cabrón llamó a ICE. Un día en pleno lunch, se aparecieron en la cocina preguntando por mí. Y me arrestaron, me encerraron seis meses en una cárcel y luego me deportaron.

Ricardo quería oír música en su casa. A Lucía no le molestó volverse a bañar y perfumar y maquillar. Resultó que entre más sexo tenía, más sexo quería. Haber estado con Gabriel tan solo un par de horas antes la excitaba. Le gustaba compararlos. Le gustaba olerlos y probarlos e identificar sus aromas y sus sabores como si catara vinos. Le gustaba ser deseada por dos. Y quería sentirse igual de puta con los dos, aunque con Ricardo no se atrevía a muchas de las cosas que hacía con Gabriel en el hotel, no sabía por qué.

—Te veo distraída, Lucía. ¿Te sientes bien? —preguntó Ricardo.

—Sí, mi amor. Solo estoy un poco cansada. No dormí bien.

—Ahorita te pongo música de chill out, nos tomamos un vinito y nos fumamos un churrito. ¿Qué vas a querer cenar? Le podemos pedir a la muchacha que nos prepare algo o podemos pedir sushi.

—Sushi.

—Órale. Tengo un sake maravilloso que traje de Japón. Te puedo preparar unos saketinis buenísimos.

—Solo el sake, gracias.

—Le pongo una rodajita de pepino para el aroma.

—¡Te dije que solo el sake!

Ricardo se ofendió.

—Es que no me escuchas, Ricky. Vamos a tu cuarto.

Lo tomó de la mano para llevarlo a la recámara. Él no se movió.

—No es que me queje, pero cada muerte de obispo que te veo, o es para comer con tu familia o es para coger —dijo él.

—Ahora resulta. Si una quiere coger, es puta, y si no quiere coger, es monja. ¿Vienes o no?

Ricardo hizo una mueca cómica de susto.

—Voy por la mota.

Ricardo le dijo a la muchacha que se fuera a dormir. Ordenó una espléndida cena japonesa y de música de fondo puso a una tipa susurrando en francés. Lucía hubiera preferido a Luis Miguel o alguna balada normal, pero Ricardo decía que esas eran nacadas. Sus dos amantes odiaban la música que le gustaba. Eso tenían en común.

A Lucía le intimidaba que el departamento de Ricardo fuera tan perfecto. Era como estar atrapada dentro de una revista donde todo mundo usa lentes oscuros y ropa rara de Prada y es mal visto sonreír. Habiendo recibido la cena, Ricardo volvió a la sala con un aire victorioso.

—Mira lo que me encontré. Una tachita. ¿Lo has probado?

«Esto es demasiado —pensó Lucía—. Hace unas horas derritiéndome con el chofi y ahora ecstasy con este».

—Nunca —mintió.

—¿Te late?

—Sí, ¿por qué no?

—Cenamos primero y luego nos la damos.

Ricardo acomodó artísticamente las piezas de sushi en su vajilla de cerámica japonesa con sus palillos de metal amartillado y sus servilletas de lino, que hacían juego con los manteles individuales de bambú y sus vasitos de sake escandinavos.

A Lucía no le hubiera importado comer directamente de las charolas de plástico con los palillos de madera astillada en lugar de esperar a que Ricardo acabara de hacer de geisha. Pero una vez que Ricardo le empezó a dar el sushi en la boca y el sake la relajó, le pareció muy agradable que a su novio le gustaran los placeres finos de la vida.

Después de cenar, Ricardo partió la pastilla en dos y la obligó a tomársela con un vaso entero de agua. Se abrazaron en el sillón de cuero y esperaron a que hiciera efecto, atentos a la música fantasmagórica. A la media hora, una sensación de bienestar cubrió a Lucía como una membrana de seda. Las notas musicales se le metieron por los poros. Ricardo, hermoso, alto, con sus bucles angelicales enroscados sobre sus sienes, bailaba con ella, remedando sus movimientos con una exactitud telepática, lo cual la hizo emitir grititos de júbilo.

Sus cuerpos se rozaban, y la textura de la camisa de él y de su pecho debajo de ella era de una suavidad delirante. Lucía sentía que su propia sonrisa se le iba a escurrir por el mentón como una fruta jugosa. Sus cuerpos flotaban como anémonas al vaivén de la música líquida. Eran un solo organismo. Ricardo la besó suavemente. Sabía a sake dulce y a mar. La acarició como si Lucía estuviera hecha de cristal.

—Eres hermosa, Lucía.

—Hmm.

—No puedo creer la suerte que tengo.

—Ni yo tampoco.

Ricardo la miraba con ojos maravillados, buscando su amor por él en el fondo de sus pupilas. Ella le sonrió con dulzura. Se miraron largamente, muy de cerca, sin tocarse.

—Te amo —dijo él.

—Shh. Hazme el amor.

Y se lo hizo riquísimo, dulcísimo, lentísimo, con la total compenetración de sus pieles hirvientes, sus bocas sedientas, la calentura exquisita del placer debajo de las sábanas de algodón, frescas como el agua que alisa las piedras de un arroyo. Lucía sintió que en su corazón había lugar para amar a más de uno, amor para dar y regalar.

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