QUINCE Gabriel llevaba en el bolsillo

la foto arrugada que le sacó a Lucía después de mucho rogar y jurar que la escondería en un lugar seguro.

Lucía, despampanante en un bikini negro, posaba sobre la arena cremosa de Acapulco. De hecho, la única razón por la que quiso reencontrarse con el Moco y el Bolillo fue para presumirles a su vieja. Sus amigos de toda la vida: se iban a ir juntos a Estados Unidos y lo dejaron plantado. Luego se enteró de que andaban de resentidos, burlándose de su viaje. Los encontró en su eterno breik afuera del «taller mecánico» del Flacher, el hermano del Moco, en el que se dedicaban a desvencijar autos.

—¿Qué paper con este carnal? Es un reverendo animal. Prefiere al tío Sam que al nopal. Pinche conato de güero culero, vives en las Lomas y ya ni te asomas, me cae que ya no eres mi ñero —canturreó el Bolillo, demostrando su dudoso talento como rapero.

Le quiso dar un abrazo a Gabriel, pero se contuvo.

—No, hijo, desde que llegó del otro lado, anda de un mamón... —dijo el Moco.

—Yo no fui el que le sacó —dijo Gabriel y extendió su mano en señal de paz.

—¿Y qué te trae por estos rumbos, güero? ¿Viniste a pasarle más lana malhabida a tu mamá? —el Moco le dio un apretón de manos.

—No, pus vine a saludarlos, carnales. A ver en qué andan.

—Pos aquí en la ingeniería automotriz, como siempre.

—Y tus rolas, Bolillo, ¿qué tal van? ¿Ya te contrató la disquera de la Banda Machos?

—Búrlate, cabrón. Por lo menos a mí nadie me hubiera partido la madre de esa manera, güey.

—Tú te hubieras muerto del susto antes de llegar a la frontera, pinche gordo maricón —intercedió el Moco.

Como si hubieran dormido juntos.

—¿Y cómo te trata la vida en las Lomas, güey? ¿A qué te dedicas? —dijo el Bolillo.

—Pues ando de chofer.

—Con tu jefe, ¿verdad? ¿Y qué nave manejas?

—Pues varias: un Focus, un Jetta, un BMW y un Mercedes. Y, de vez en cuando, un Audi TT.

Gabriel comenzó a paladear su pequeña revancha.

—¿Te cae? Puta, te traen en chinga en la concesionaria —dijo el Bolillo.

—¿Tus patrones cagan lana o qué? —preguntó el Moco.

—Pos sí, están cabrones, güey. Se limpian el culo con billetes de a quinientos.

—Si te chingas algo, te tienes que mochar —dijo el Bolillo.

—¿Qué pasó? Soy un empleado de confianza —respondió Gabriel.

—Sí, pinche niño explorador —dijo el Moco.

—¿Y qué pedo con tu vieja, Moco? ¿Cuántos escuincles ya trajiste al mundo? —dijo Gabriel.

—Ya tengo tres enanos, güey. Nomás que uno no es de la Lety. No la vayas a cagar.

—¿Y tú, Bolillo?

—A este, ni las putas se le acercan —contestó el Moco.

—Pos yo traigo una supervieja —dijo Gabriel.

—¿Importada o nacional? —preguntó el Bolillo.

—Importada de las Lomas.

—No mames.

—Es mi patrona, cabrón.

—¿Te estás cogiendo a la señora de la casa?

—A su hija, cabrón.

—¿Crees que somos pendejos o qué? —dijo el Bolillo.

—Se llama Lucía. ¿Quieren ver la foto?

Gabriel sacó la foto de su bolsillo y se deleitó con las caras de pasmo de sus amigos.

—Chale, güey, te pudiste haber clavado la foto —dijo el Moco.

—Si no me quieren creer, no me crean.

—¿Ya te la mamó? —preguntó el Bolillo.

—Varias veces.

—Sss, pinche cuentero —protestó el Moco.

—La neta. ¿Cuánto apuestan a que esta es mi vieja?

—Un millón de dólares —dijo el Bolillo.

—Mil pesos —dijo Gabriel.

—Órale. ¿Cómo lo vas a comprobar? —preguntó el Moco.

—Se las voy a presentar.

—A lo mejor es una puta que contratas para que nos haga el chow —afirmó el Bolillo.

—La van a conocer en vivo y a todo color. El próximo domingo en Chapultepec, pa que no nos quede muy lejos. A la entrada del zoológico, por allí de las once. ¿Sale?

Cerró la apuesta con un apretón de manos para cada uno.

—Vayan consiguiendo la lana porque me van a deber mil varos. Quinientos por piocha.

Toda la semana soñó con el momento en que lo vieran venir de manita sudada con Lucía. No esperaba que le pagaran la apuesta y no le importaba. Esto les cerraría el hocico para siempre.

—Vamos a mi cuarto —le dijo al día siguiente, guiándola por las escaleras de servicio.

—Estás chiflado —le dijo ella.

—Yo siempre voy al tuyo. Ahora te toca a ti.

Agustín se había llevado a la Sra. Natalia y a Zenaida de compras y las muchachas estaban haciendo el quehacer, ensordecidas por la aspiradora.

Lo siguió por las escaleras de caracol de mosaico blanco en las que solía jugar a las escondidas de pequeña y que se le hacían un espiral interminable. En realidad, no eran más que diez peldaños angostos. El área de servicio, que no había pisado desde su niñez, seguía oliendo a gas y humedad. Al entrar en el cuarto de Gabriel y su papá, se acordó que sus muebles infantiles habían ido a parar allí.

Lucía rebotó contra el colchón de su antigua cama. Estaba más guango y tenía grumos. La cabecera todavía tenía las calcomanías que le había pegado en la primaria, la lámpara seguía siendo de pitufos. Gabriel apenas cabía en esa camita individual.

Se acordó de que, cuando recién aprendió a tentarse, en la misma posición pero solita en su cuarto, a oscuras, en esa misma cama, la Virgen María y toda su bendita familia se le aparecían por encima de la cabecera. La hermana Márgara, el padre confesor, su papá, su mamá, sus compañeras, los papás de Ximena y hasta su pediatra la miraban con cuellos largos y caras de asco.

—Apúrale, Gabriel, me da cosa que nos cachen.

Gabriel se tomó su tiempo y se aguantó lo más que pudo. Lucía tuvo uno de esos orgasmos que acaban en un escalofrío. Mientras Lucía se vestía, Gabriel le planteó la idea del paseo por Chapultepec, omitiendo ciertos detalles que no le pareció relevante divulgar.

—Hay demasiada gente los domingos —respondió Lucía.

—Siempre hacemos lo que tú mandas —se quejó Gabriel—. Nunca he ido al zoológico. Vamos temprano, vemos a los animalitos y luego nos vamos al hotel. ¿Sale?

Gabriel se decepcionó al subirse al coche a tres cuadras de la casa y encontrar a Lucía al volante en su traje de correr, sin maquillaje.

—Para Ricardo bien que te arreglas, pero para mí sales en un costal de papas.

—¡No me voy a emperifollar para ir a Chapultepec! —le reprochó Lucía—. Igual nos vamos a encuerar, ¿no?

—Solo digo que me gustas más cuando te arreglas.

—Sale. Maneja tú.

Lucía se había amarrado la chamarra en la cintura, como colegiala. Un parche de plástico en forma de un corazón color turquesa temblequeaba justo en medio de sus senos. Gabriel la tomó de la cintura y se adentraron en Chapultepec, entre los puestos de fritangas y refrescos, los vendedores de burbujas, las canastas de chicharrones enormes y rugosos como orejas de elefante.

Las hojas de los ahuehuetes cuchicheaban con la brisa. Los rehiletes metálicos giraban lanzando destellos de luz, los globos plateados rebotaban contentos, agitando sus personajes de caricatura contra el cielo azul. Gabriel le apretaba la mano, le acariciaba el cabello, le sobaba la espalda, le besaba el cráneo. Estos desplantes de pasión delante de la gran familia mexicana la abochornaron.

—Hoy estás hecho un muégano.

Gabriel los vio de lejos. El Moco y el Bolillo lo buscaban entre la gente. Se aproximó lo bastante para que los descubrieran de manera espontánea y, en cuanto lo vieron con ella, se detuvo y la besó largamente en la boca. Ellos se acercaron, anonadados. Los saludó como si no los hubiera visto en años, con apretones de mano y palmadas en la espalda.

—Puta, no puede ser, cabrón. ¿Qué milagro, carnales? ¿Vienen a ver al «osito panda que aún no anda»? Mira, Lucía, te presento a mis cuates de la infancia, Beto y Toño, mejor conocidos como el Moco y el Bolillo.

—Hola —Lucía esbozó una sonrisa incómoda.

Uno tenía la cara chupada y el otro la tenía rechoncha y esponjada, tal como lo indicaban sus apodos.

—Mucho gusto —le dijo el Moco, tendiéndole la mano.

El Bolillo lo imitó. Lucía les dio la mano.

—Son mis cuates del barrio —dijo Gabriel.

—¿Ah, ¿cuál barrio? —preguntó Lucía.

No le había preguntado a Gabriel de dónde venía.

—San Gregorio Tepehualco —dijo el Bolillo.

En sexto de primaria el colegio había organizado una colecta de Reyes y las monjas las habían llevado a entregarla a ese mismo barrio. La hermana Márgara lo había llamado «cinturón de pobreza».

Lucía recordaba perfectamente la ciudad perdida. Las alumnas y las monjas se bajaron del camión escolar entre nubes de polvo y perras con las tetas colgantes y las panzas infladas del hambre. Solo la calle principal estaba semipavimentada. Algunas de las casas «prósperas» eran cubos mal hechos de tabique con ventanas cubiertas por barras de metal. Las demás viviendas eran chozas de lámina y cartón corrugado.

Las alumnas, uniformadas con faldas tableadas y blusas blancas, caminaban de puntas para no embarrarse los mocasines de lodo. Entraron a una vivienda típica. Era un tapanco de lámina sobre piso de tierra, con un anafre en medio; ollas de peltre despostilladas, camas amorfas improvisadas detrás de cortinas de tela raída, y una televisión con pésima recepción prendida en el Canal de las Estrellas. Si querían agua, los vecinos tenían que llevar sus cubetas vacías hasta la pipa. La luz se la robaban de los postes.

La monja opinó que, a pesar de su humildad, los habitantes mantenían pulcra la casa. Pasaron por una miscelánea minúscula en la que vendían Chiclets, Chaparritas del Naranjo, Sabritas, botellas verdes de blanqueador y barras de jabón Zote. La vitrina chorreada de grasa, dentro de la cual zumbaban huestes de moscas y caminaban a sus anchas las hormigas, exhibía pan enmohecido, Gansitos y Pingüinos aplastados. No compraron nada.

Lucía pensó con un escalofrío que alguno de los chamaquitos enclenques que recibía juguetes y se volvía a parar en la fila (y te daba coraje con ellos, eran tan desesperados que no dejaban que los demás recibieran regalo); que alguno de esos niños que las miraron con recelo cuando se bajaron del camión y después, cuando sacaron las cajas, les embarraron sonrisas pegosteosas; que alguno de esos niños tramposos, ávidos de juguete, podía haber sido un hermanito de Gabriel.

Los ojos voraces del Moco y del Bolillo le recordaron las miradas ingratas y soeces de los jóvenes que interrumpieron su cascarita para chiflarles y gritarles albures, a ellas y a las monjas. ¿Qué tal si ya se habían visto alguna vez?

—¿Has estado? —le preguntó el Moco retóricamente.

—No —mintió Lucía.

—Vamos a que la conozcas —dijo Gabriel—. Y así conoces a mi mamá.

—Uy, la suegra —dijo el Bolillo poniendo cara de terror.

—Es bien buena onda —dijo el Moco, socarrón.

Lucía miró a Gabriel con odio. Gabriel le rogó con los ojos que no lo hiciera quedar mal con sus amigos.

—¿No que querías conocer el zoológico? —le preguntó a Gabriel.

—Prefiero que conozcas mi barrio. Otro día venimos.

Se separaron del grupo para conferir.

—Órale, Lucía, no te hagas del rogar. Los llevamos en el Focus —insistió Gabriel—. Nunca te he pedido nada.

—Lo hiciste adrede —gruñó Lucía.

—¿Cómo crees? Órale. No seas malita. Son mis cuates del alma. No los he visto en años. Una vueltecita y nos vamos. Para que veas donde crecí.

En el coche, Gabriel hizo el asiento para atrás y se reclinó, estirando el brazo para alcanzar el volante.

—Tu hermano maneja así, como un padrote —le dijo a Lucía.

Gabriel pisó el acelerador.

—Jala de pelos —dijo Gabriel.

—No vayas tan rápido —dijo ella.

—Mi cuñado es un puñal —les comentó Gabriel a sus amigos—. Como dice Lucía, se siente la última coca cola en el desierto.

—Está chida tu máquina, Lulú —dijo el Bolillo, desviando la conversación.

—Gracias —contestó ella.

No se acordaba cuál era Toño y cuál era Beto. El Bolillo tenía cara de buena gente. El Moco tenía mirada de criminal.

Después de atravesar el viaducto y Tlalpan, y varios ejes viales incógnitos, llegaron a una zona de la ciudad que Lucía ya no reconocía. No sabía qué era poniente y qué oriente y no tenía idea de dónde estaba. Se adentraron en calles cada vez más angostas, agujereadas por baches repletos de aguas turbias y llenas de topes que no se ven pero se sienten.

Las casas estaban pintadas de colores brillantes: mamey, limón, rosa mexicano, amarillo chillante. Algunas tenían molduras de metal dorado en las ventanas, otras barras de fierro. Pasaron por vulcanizadoras, refaccionarias, vidrierías, expendios de cerveza, estanquillos y un gimnasio, Jhonny's, donde enseñaban aerobics, fisicoculturismo, yoga y defensa personal. Perros callejeros husmeaban en bolsas de basura desparramadas en las aceras. Gabriel se estacionó frente a un taller mecánico.

—Bienvenida al hermoso barrio de San Gregorio Tepehualco —dijo Gabriel—. Aquí, a su derecha, puede usted observar el mundialmente famoso centro de compostura automotriz del Flacher. Y aquí, a dos cuadras, nació su servilleta.

Lucía se preguntó de quién eran los autos estacionados en las calles, algunos de modelos recientes. Quizás eran robados. No se explicaba de qué otra manera habían sido adquiridos. Se vio retratada en el Casos de Alarma desnuda, amoreteada, cubierta de fango, junto a la foto de sus presuntos violadores y asesinos, mejor conocidos como Gabriel, el Moco y el Bolillo, tres hampones asustados por el flash de la cámara en la oficina del Ministerio Público.

Por su parte, Gabriel sostenía a su mujer por la cintura, como si la hubiera comprado en una subasta de esclavas.

—¿Qué te parece nuestro cantón? —le preguntó a su novia—. Lucía se subió conmigo al metro el otro día por primera vez. Venía espantada —dijo—. A los peseros no se quiere trepar. Cree que se la van a raptar. ¿Verdad, mi cielo?

—Ya cállate —dijo Lucía.

—Aquí a la vuelta vive tu suegra —dijo Gabriel, doblando la esquina.

Lucía no quería adivinar cuál de todos esos infelices cubos de cemento pertenecía a la mamá de Gabriel. Rogó con todas sus fuerzas que la señora no estuviera en casa. Se detuvieron frente a un cubo deslavado color azul celeste con una puerta de lámina blanca. Gabriel tocó a la puerta. Pegó su oído al metal frío.

—¡Mamá! —gritó.

La señora pálida que abrió la puerta era igual de diminuta que Gabriel. Le había heredado sus labios carnosos, sus ojos tristones y su tez ceniza. Traía unos pants grises de algodón con una raya blanca en los flancos y una blusa de manga corta decorada con florecitas, así como zapatillas negras de plástico. Miró a todos con desconfianza.

—¡Hola, amá! Estábamos pasando por aquí y vinimos a saludarte —dijo Gabriel.

Gabriel sintió el entusiasmo escaparse por sus poros en el momento que le vio la cara de sufrida.

—Te presento a mi novia, mamá. Lucía Orozco.

Lucía notó un destello de sorpresa atravesar las pupilas de la señora. Era muy joven, pero se veía ajada. Le calculó unos treinta y tantos años.

—Mucho gusto, señorita.

—Igualmente —susurró Lucía.

—Buenas, señora —dijo el Moco.

—¿Qué no nos vas a invitar a entrar? —dijo Gabriel.

—No he barrido, hijo.

—Venimos desde las Lomas, mamá.

La señora los dejó pasar. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Lucía se vio parada sobre un piso de cemento embarrado y desigual, como betún de pastel. Distinguió una estufa desvencijada. La puerta del horno había sido arrancada y su interior funcionaba como alacena. En el centro del cuarto había una mesa de madera despostillada y dos sillas. A su lado, un taburete soportaba un televisor pequeño. Al costado, unas cortinas separaban el área de dormir. Gabriel le acercó una silla.

—Siéntate —dijo Gabriel.

—¿Le ofrezco algo de tomar? —dijo la señora.

—No, muchas gracias.

—De haber sabido que venían, les preparaba una merienda.

—No se preocupe, señora.

—¿Una coquita? —insistió la señora.

Al Moco y al Bolillo les dio risa que la señora, que era legendariamente huraña, de repente se volviera tan solícita.

—Bueno, gracias.

La mamá de Gabriel sacó del horno un solo vaso de vidrio forrado de huellas y, de las sombras, una botella medio usada de coca de dos litros, de las que Lucía detestaba porque siempre se les escapa el gas. Apenas se mojó los labios. Era puro jarabe y estaba tibia. Tuvo un retortijón fuerte. Un sudor frío afloró por sus poros. Tenía unos cólicos horribles. Esbozó una sonrisa desfallecida.

—Tengo que ir al baño —le susurró a Gabriel.

—Atrás de esa cortina —le indicó él.

Lucía se llevó su mochila, dentro de la cual traía clínex y líquido desinfectante para las manos. La puerta de lámina se abrió para afuera, rechinando contra el piso de cemento y dificultando la entrada a aquel adjunto estrecho y oscuro como una catacumba.

Buscó el interruptor de la luz, que no encontró. Descubrió una taza de loza blanca, sin tapa ni asiento. No encontró papel de baño. Se asomó al fondo del tambo enorme que había junto al excusado y vio que estaba medio lleno de agua. Adentro flotaba una cubetita. Trató de aguantarse, dando vueltas en círculo a ver si se le pasaba el dolor, mortificada porque sabía que, de lo contrario, el estruendo retumbaría por el barrio. Pero el dolor pudo más que ella. No tuvo más remedio que ponerse en cuclillas y expulsar el infierno que le estaba taladrando las entrañas. El pinche sushi. Le pareció que la explosión estalló en sonido cuadrafónico.

—¿Estás bien? —oyó la voz de Gabriel del otro lado de la puerta.

—Sí. Ya voy.

Se secó el sudor frío de la frente y, al echar agua del tambo al excusado, las miasmas empezaron a subir, lo cual la hizo entrar en pánico. Era evidente que esto era un castigo divino por romper con el orden social, moral o lo que fuera que había roto. Estuvo batallando con la cubetita hasta que, finalmente, el agua bajó, gorgoteando.

—Creímos que te escapaste —dijo el Moco a su regreso.

—Ya es hora de irnos —dijo Lucía—. Gracias por todo, señora.

—No hay de qué. Con su permiso —Irma desapareció tras la cortina.

El Bolillo le preguntó a Gabriel:

—¿Vamos por unas chelas al congal del Burro? Para celebrar que ganaste la apuesta.

Por las miradas alarmadas de Gabriel y el Moco, el Bolillo se percató de haber cometido un grave error.

—¿Qué apuesta? —preguntó Lucía.

—Ninguna —respondió Gabriel.

—¿Qué apostaste? ¿Apostaste algo conmigo?

—No, nada, en serio.

A los amigos les dio risa de los nervios.

—¿Cómo te atreves, Gabriel?

Si hubiera traído su celular, habría podido llamar a Uber, pero no lo había traído porque le daba miedo que se lo robaran en Chapultepec.

—Dame las llaves del coche.

Gabriel pensó que esto lo estaba haciendo quedar como un imbécil, pero se las dio.

—Espérate.

Lucía se salió y empezó a caminar de regreso hacia el coche. Gabriel corrió a alcanzarla.

—¿Por qué lo hiciste? —le preguntó Lucía.

—No sé. Te quería presumir con mis cuáis. Que vieran qué vieja más buena tengo —respondió él.

—Esto se acabó —dijo Lucía.

Se subió al coche y se arrancó sin él.

Las luces de la sala estaban encendidas. Lucía se asomó por la puerta de la cocina y vio a su mamá, su papá, Adolfo y Ricardo confabulados en la sala.

No era la primera vez que llegaba a casa bajo circunstancias peliagudas. Se había presentado ante sus padres, diversos parientes y amigos de la familia drogada, tomada, o ambas, más de una vez y, al igual que su hermano, era una experta en aparentar la normalidad más inconspicua cuando la situación lo merecía. Por ahora, le preocupaba oler a caño de ciudad perdida y que vieran que había estado llorando de pánico y rabia.

Entró a la sala arrastrando las piernas, como si hubiera llegado de vagar por el desierto.

—Lucía, ¿a dónde andabas, hija? Ricardo te está esperando desde hace rato —dijo su padre.

—Es que no quedamos de vernos hoy —dijo Lucía, aplastándose en un sillón.

—Te dejé varios mensajes —dijo Ricardo.

—Fuimos al cine y lo apagué.

—La única persona en México que apaga el celular en el cine. ¿Qué fueron a ver? —preguntó Adolfo.

—Una gringada, no me acuerdo cómo se llama.

—Di la verdad —ordenó Natalia—. ¿Estuviste en un secuestro exprés?

—¿Cómo crees, mamá? Estuve con Ximena y sus guaruras.

—¿Y con esas fachas saliste con Ximena? —dijo Adolfo.

—¿Y a ti qué te importa? ¿Por qué me están interrogando? —respondió Lucía.

Sus padres se miraron de forma sospechosa.

—Bueno, los dejamos solos —dijo su mamá—. Vente, Adolfo.

Los cuatro se sonrieron como si hubieran tramado algo.

—Te extrañé —dijo Ricardo, sentándose junto a ella, una vez que se quedaron solos.

—Yo a ti.

—La neta, no entiendo qué tanto haces los domingos.

Lucía suspiró exhausta. Ricardo la meció en sus brazos y la besó enfáticamente. Cuando Lucía abrió los ojos una cajita de terciopelo negro yacía en su regazo.

—¿Qué es esto? —dijo.

—¿Qué crees? —respondió Ricardo, deshaciéndose de la emoción.

Lucía se paralizó.

—¿No quieres ver lo que hay adentro? —dijo Ricardo.

—Ricky... —dijo ella, desfallecida.

—Ábrela, mi amor.

Lucía abrió la cajita con manos temblorosas. Dentro encontró un anillo con un diamante de tamaño considerable.

—Yo lo diseñé. La base es platino.

—¿Hablaste con mis papás? —dijo Lucía.

—Solo les dije que tenía una sorpresa para ti. Pero creo que se la imaginaron.

Ricardo le besó las manos.

—Cásate conmigo, Lucía. Te quiero a mi lado.

Lucía se soltó a llorar. A él también se le llenaron los ojos de lágrimas. Le puso el anillo en el dedo indicado. A Lucía le pareció que su suerte estaba decidida, como si hubiera echado un volado y de ese lado hubiera caído la moneda. Creyó oír los pasos de Gabriel subiendo a su cuarto, aunque no era posible. Escondió la cara en el pecho de su prometido y lloró.

—¿Eso quiere decir que sí o que no? —preguntó Ricardo.

—Que sí —dijo Lucía—. Que sí.

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