DIECISEIS No se habían visto ni

hablado desde la pelea en el barrio de Gabriel. Lucía llevaba toda la semana ensayando cómo darle la noticia de su compromiso con Ricardo, y ahora que al fin estaban solos no encontraba el momento propicio para mencionarla.

Había hecho jurar a Ricardo y a sus padres que no se lo dirían a nadie. Ya tendrían tiempo de festejar, pero por ahora quería tomárselo con calma. Su mamá quería invitar a los Mestre a una cena familiar y organizar el compromiso de inmediato, pero Lucía los convenció para que esperasen, aduciendo con gran vehemencia que quería tener unas semanas de paz con su novio antes de enfrascarse en el torbellino prematrimonial.

Le había dicho a Gabriel que tenían que hablar y lo llevó al Parque Hundido. En el asiento del conductor ella encontró un ramo de flores que seguramente le había costado la mitad de su sueldo. Eso la conmovió, pero no dijo nada.

No hablaron durante el trayecto. Se dirigieron a la banca mágica donde se besaron por primera vez. Una familia descansaba en ella, así que se sentaron en otra.

—¿Qué va a pasar con nosotros? —preguntó Gabriel.

—No puede pasar nada más de lo que ya está pasando —respondió Lucía.

—¿Por qué? —dijo Gabriel.

—Porque venimos de mundos distintos. Date cuenta, ¿okey? O sea, me irrita que pretendas que no hay diferencias graves entre nosotros.

—¿Como qué?

—Pues como la lana, Gabriel, ¿como qué va a ser? Yo siempre tengo que pagar todo, que te juro que no me importa, pero es un hecho. Y luego me haces sentir vergüenza de lo que tengo, de la vida a la que estoy acostumbrada. Y encima me usas para desquitarte con tus cuates, como si fuera yo un trofeo.

—Ya te pedí perdón. Yo te presenté a mi mamá y a mis amigos, pero tú me escondes. Te da vergüenza que te vean conmigo.

—¿Pues qué esperas? —protestó Lucía.

Por su mente parpadearon escenarios tragicómicos. Gabriel y Adolfo sentados lado a lado en la comida familiar de los domingos en el Miravista, cada uno con ganas de matar al otro. ¿Invitarían a su suegro Agustín? ¿O lo dejarían roncando en el coche mientras disfrutaban de su oporto y su ate con queso? La boda en la iglesia. Su mamá vierte lágrimas de deshonra, sentada estoica al lado de su consuegra, ataviada con sus zapatos de hule negro y un vestido prestado, de los que regularmente le venden al ropavejero.

—Si es por la lana, puedo ganar más lana —insistió Gabriel.

—No es solo eso —respondió ella—. Ya me cansé de explicarte que no es tan fácil así de buenas a primeras informarle a mis parientes que ando con el hijo del chofer. No sé qué hacer para que lo entiendas.

—Me llamo Gabriel Mendoza, no Hijo del Chofer.

Lucía se tapó la cara con las manos.

—Es que no es el dinero, Lucía. El dinero, de algún modo se consigue. Es eso, ¿verdad?

—¿Qué?

—Es que yo nomás soy el pelado que viene de San Gregorio Tepehualco. Tu pinche revolcón barato.

—No es cierto —dijo Lucía.

—Pus si no es cierto, vámonos juntos —dijo Gabriel—. En otro lado, ¿quién se va a enterar de quiénes somos? ¿A quién le va a importar? ¿A quién hay que pedirle permiso? A nadie.

Lucía se imaginó sentada junto a él debajo de una palapa al atardecer en Pie de la Cuesta, escarbando la arena húmeda con los pies, empalagada de sexo, empanzurrada de Yoli, mordisqueando los granitos de arena vidriosa pegados a la botella, ambos atarantados por el sol y el mar en su humilde pero dichosa luna de miel.

Era posible ser muy feliz con Gabriel, como cuando se acurrucaban en la cama extasiados y sus pies helados se acariciaban, la única parte de sus cuerpos que no estaba pegosteada de amor; cuando se enjabonaban juntos bajo la regadera escuálida del hotel y se daban besos mojados; cuando compartían a mordidas un hot cake de la calle embarrado de cajeta, oloroso a gloria. Con él podía ser más cruda, menos modosa, más mujer y menos niña, más puta y menos princesa.

Pero las imágenes del escándalo y el fracaso interrumpieron su fantasía: bocas pintadas de las Lomas, abiertas en calidad de pasmo o torcidas en muecas socarronas; la pareja desterrada, amargada por el peso insoportable de una vida sin recursos, rodeada de fealdad.

—¿Y a dónde nos vamos a ir? —preguntó, exasperada.

—No sé, a otra ciudad, a otro lado. A otra pinche colonia, carajo.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Pues trabajar, conseguir una casa, vivir juntos.

—¡No sabes lo que dices! —dijo Lucía.

Se vio embarazada, hirviendo frijoles para cinco escuincles famélicos y un Gabriel malhumorado, todos metidos en un cubo de tabique en una colonia enlodada.

—Okey. Pon tú que nos vamos juntos —dijo Lucía—. Que sepas que yo no tengo un quinto partido a la mitad. La tarjeta de crédito la paga mi papá. Él no nos va a ayudar. Nadie nos dará un centavo. Pero pon tú que nos venimos a vivir por unos días al hotel mientras encontramos un lugar fijo. Tú, sin trabajo. Yo me tendría que buscar uno, pero ni siquiera sé de qué. O sea, yo no tengo título todavía. Nadie te contrata sin el diploma. Pero pon tú que en lo que consigo chamba en mi campo, a lo mejor, podría trabajar en alguna boutique. Si cualquier gata puede aprender a usar una registradora, yo también. Nos llevamos mi coche. Tal vez lo podemos hacer taxi de Uber y tú lo manejas quién sabe cuántas horas al día. Pon tú que, entre tu sueldo y el mío, queremos encontrar un depto. ¿A dónde vamos a vivir? O sea, ni siquiera nos va a alcanzar para rentar en un conjunto de interés social. Y yo no me voy a ir a vivir a provincia. La gente es peor de cerrada que la de aquí. Odian a los chilangos. Nos van a ver feo. Nos vamos a matar del aburrimiento. La playa suena muy bonito, pero vivir allí es un asco. No hay buenos hospitales ni doctores, ni medicinas, ni escuelas para los niños. Nos van a comer los mosquitos.

—Ya pensaste en todo, ¿o qué? —la interrumpió Gabriel—. ¿Y cómo sabes que tu papá no nos echaría una mano? Eres su consentida, ¿no? Pues que me dé una chamba en su despacho. Que me pague los cursos de computación. Aprendo rápido y vamos saliendo.

Lucía lo miró con una incredulidad que rayaba en el sarcasmo. La posibilidad de que sus padres reaccionaran con benevolencia era inexistente. Se preguntó si su insistencia era deveras por amor o por querer salir de pobre. Le respondió con un silencio helado.

«En México es imposible progresar», pensó Gabriel.

¡Vámonos a Nueva York! —exclamó—. Me cruzo y de allí...

—¡Pero te deportaron!

—Me cruzo otra vez, como sea.

—¿Harías eso por mí? —preguntó Lucía.

—Pus sí.

Lucía se concentró en sacarle las pelusas a su suéter de angora mientras debatía con su conciencia: «Solamente lo usaste para cogértelo. Te quiere nomás para que lo saques de pobre. Eso que sientes por él es amor. Y es a él a quien quieres. No te has comprometido formalmente con Ricardo todavía. No estás obligada a casarte con él solo porque te dio un anillo. Todavía te puedes echar para atrás. Sí, cómo no, vámonos juntos. Acabaremos viviendo en una caja de cartón, escarbando comida en los basureros».

—No puedo —dijo por fin.

—¿Por qué?

—Porque Ricardo ya me pidió.

—No mames.

—El día que fuimos a tu casa, de regreso, me estaba esperando con el anillo.

—¿Y tú qué le dijiste?

—Que sí.

Gabriel tuvo unas ganas inmensas de ahorcarla.

—¿Te vas a casar con ese ojete?

—Contigo no me puedo casar.

Gabriel cerró los puños para contener la ira. Se le quiso echar encima y convertirla en un moretón humano.

—Pero eso no quiere decir que tenemos que dejar de vernos, Gabriel. Podemos seguir siendo amantes. Además, mejor porque ya no vamos a estar en la misma casa. O, a lo mejor, hasta les podría pedir a mis papás que te vinieras conmigo...

—Chinga tu madre, Lucía. Ni que fuera tu pinche esclavo personal. Nomás me usaste de consolador.

—No es cierto.

—Me traes como calzón de puta, cabrona. ¿Quién te crees que soy, hija de la chingada, tu pinche perro faldero?

—Perdóname.

Las lágrimas le salían a borbotones, pero en el corazón de Lucía había un rincón de concreto en el que ella se resguardaba cuando se veía vulnerada por su pasión por Gabriel. Allí se adentró en esos momentos, llorando por fuera, enfriándose por dentro.

volver / back