DIECISIETE No bien se subió al coche,

el presunto próximo padre de sus hijos le informó que le había comprado boletos para ir a un concierto en el Auditorio Nacional.

¿Pero cómo decirle a su novio que se metiera por el culo los boletos VIP que había conseguido especialmente para complacerla? Cómo decirle que le aburría ir a comer al Ultramar y tener que pasearse entre las mesas para que Ricardo le pudiera beber con comodidad los alientos a los Ruiz Estrada, enfundados en sus botas de montar, como si no les hubiera dado tiempo de cambiarse y salir a comer como gente normal, y no restregarle a todo el mundo en la jeta que juegan polo los domingos; o al dueño de las tiendas Coloso y los celulares Celtel, toda su familia con el pelo relamido color mecate, cuyo nietecito corría descarriado entre los meseros cargados de platos calientes, perseguido por su sirvienta disfrazada de enfermera.

Ya no quería ir a cenas con gente dizque de la intelectualidad, como la que tendría que soportar en cuanto llegaran a Coyoacán, que barajeaban nombres ilustres sin apellidos para apantallarse mutuamente. No tenía ni idea de quiénes hablaban y no iba a hacer el ridículo preguntando.

Cecilia era una diseñadora gráfica y su marido Álvaro un fotógrafo, hijo de reconocido exsecretario, exministro, excanciller, exladrón, dinosaurio latente del PRI. Vivían en una casa colonial de piedra con un jardín enorme. Adentro: calaveras y judas de papel maché tamaño natural, muñecas antiguas sentadas en mecedoras enanas, altares a la virgen de Guadalupe hechos de corcholatas, cuadros abstractos inentendibles.

Ricardo revoloteaba como palomilla alrededor de un foco, entusiasmado por la llegada de una tal Paola. Paola por aquí, Paola por allá. «Es la presidenta del Patronato para el Fomento de la Creatividad Infantil, está haciendo una labor formidable. Te va a caer de pelos».

Los amigos de Ricardo la hacían sentir inadecuada. Entre la anfitriona y Marlene, la otra invitada, le metieron una revisada tan descarada que se preguntó si traía la media corrida o se le había asomado un moco o traía un frijolazo entre los dientes. Las demás iban muy informales en jeans y botas, pero ella traía un vestido negro de coctel, una exageración por querer embonar donde no cabía. Por su parte, los maridos eran de lo más solícitos con ella y con sus piernas.

Por un rato se entretuvo pretendiendo que lo que más le apasionaba en esos momentos era conversar con los hijitos de los anfitriones, quienes fueron requeridos para saludar a las visitas y aparecieron en sus pijamas de franela olorosos a leche agria. Una vez que se retiraron los niños, Juan Carlos, el marido de Marlene, se acordó de su existencia y le hizo conversación, preguntándole qué estudiaba y en dónde, y en qué año iba, como si fuera una niña chiquita. Lucía se refugió en la generosa copa de vino tinto que le sirvió Álvaro, el anfitrión.

Mientras cenaban volovanes de mole, salmón al eneldo y papas al gratín, la conversación giró en torno a lo diferente que es México en comparación con el mundo civilizado.

—La mentalidad mexicana me saca de quicio—dijo Ricardo—. Todo mundo te quiere ver la cara. Las cosas hechas al chilazo, jamás entregadas a tiempo. Los pintores, si pudieran, se volarían las paredes, me cae. La gente se queja de que las obras tardan una eternidad en México, pero es que no saben con lo que uno tiene que lidiar. Uno que otro es trabajador y honrado, pero todo mundo siempre tiene un pretexto: no pasó el camión, se enfermó mi mamá, se acabó la pintura, se atoró la cinta. Nadie jamás dice me equivoqué, fue mi culpa, perdí, olvidé, me empedé. Me cae que a veces llego a la obra como una hora tarde, pa darles chance de que se limpien la lagaña y allí están echándose sus chescos, leyendo El Libro Vaquero, fascinados de la vida. Y eso, cuando se presentan.

—A mí lo que me crispa los nervios es la servilidad —dijo Juan Carlos—. Como los meseros. Muy amables y muy caballerosos, pero en realidad te detestan. Así es la raza. O son tan sentimentales y sumisos que empalagan, o te odian tanto que son capaces de convertirte en taco de suadero.

—Es el odio social —afirmó Marlene.

—Además, son incapaces de hacer las cosas bien —prosiguió Ricardo—. Llegas a México y desde el avión ya huele a caca, es un desmadre total. Organizan algo dizque de mucho mundo y siempre hay un burócrata con iniciativa que desordena el orden, hace las cosas sin lógica.

—Cuando algo funciona —aseveró Marlene—, es porque seguro hay alguien detrás que es de origen extranjero. La verdad, esa somos la gente que le ha dado el progreso a este país porque venimos de otra cultura, no somos vencidos achicopalados.

—La democracia funciona en países como Suiza, en donde la gente tiene criterio, pero aquí votan por el primero que les dé una torta de tamal —dijo Ricardo.

Lucía mantuvo su cara hundida en su copa de vino. Había participado en muchas conversaciones similares, pero esta vez la plática le estaba revolviendo las tripas.

Paola llegó después del postre, pasadas las doce de la noche, cuando ya nadie la esperaba. Los anfitriones, quienes habían mandado a dormir a sus pequeñuelos hacía ya varias horas, sonrieron con resignación, como si estuvieran acostumbrados a esta clase de excentricidades. Le ofrecieron recalentarle la cena y ella se negó, pidiendo solamente un pedacito de flan.

Una rubia respingada, que no podía tener más de treinta años, venía envuelta en un rebozo de seda color bugambilia que dijo que había comprado en Kuala Lumpur. Se sentó a la cabecera de la mesa y acaparó la conversación con una historia sobre la diseñadora noruega que le decoró su hacienda en Yucatán con el gusto más exquisito y acabó enamorándose de un maya.

—Esa mujer para mí representa la corporeidad de la femineidad —dijo Paola.

«¿Qué chingados es eso?», pensó Lucía.

—Pero ¡un maya! —continuó Paola—. Claro, ella no tiene el contexto que tenemos nosotros aquí, no entiende de clases sociales. ¡Y ahora está embarazada del maya, oh my god! Digo —insistió, queriendo hacer migas con Lucía—, qué nos importa, ¿no? Pero aun así...

Lucía, quien traía tres copas de vino encima, respondió:

—¿No nos importa? A todo mundo le importa. ¿O tú harías lo mismo? ¿A ti no te importaría enamorarte de un indio?

Era la segunda vez que abría la boca en toda la noche. La primera había sido para decir que todo estaba riquísimo.

—Pues todo depende —dijo Paola.

—¿De qué? —dijo Lucía.

—Pues de cómo sea esa persona.

—O sea, que si es un maya güero y de ojos azules, a lo mejor sí te enamoras de él.

—Ay, por favor, no me digas que tú sí.

—¿Por qué no? Si te gusta, por qué no —dijo Lucía.

Ignoró las dagas que Ricardo le estaba lanzando con la mirada.

—Bueno, pues si te gusta, adelante —dijo Paola.

—Pues eso fue lo que le pasó a tu decoradora. ¿Y sabes por qué le gustó el maya? Porque lo vio como algo más que a un pinche gato.

—¿Lo dices por experiencia, Lucía, o hablas al tanteo? —preguntó Álvaro.

—No lo digo por experiencia, pero no me parece imposible que pueda suceder...

—Ya párale. Cambiemos de tema, ¿no? —la interrumpió Ricardo.

Se hizo un silencio en la mesa. La anfitriona se levantó hacia la cocina y Lucía aprovechó para preguntar por el baño, como si nada de lo discutido le afectara, aunque por dentro castañeteaba de coraje. Se asió del brazo de la silla porque, al levantarse, la sala se movió.

Había visto a Paola en una foto de sociales, ataviada con el mismo chal de otro color, como una limosnera fina, acompañada del ratero de su marido, el dueño de uno de los bancos más ineficientes de México.

Lucía salió del baño y se topó con la voz imparable de Paola dando una perorata. Se quedó escuchando en el pasillo.

—¡Es increíble! —afirmó Paola—. La disparidad entre el nivel más bajo de pobreza y el más alto es inconmensurable. Y, sin embargo, se podría acortar si se progresara de escalón en escalón, en vez de querer estar en la cima de golpe y porrazo. La gente pierde las esperanzas porque quieren hacerse millonarios en un día, se comparan con los que lo tienen todo y no entienden que, poquito a poco, con un pequeño crédito, si ahorran, pueden hacerse de dinero. No son realistas.

Todo mundo estuvo de acuerdo con dichas perlas de sabiduría. Paola continuó:

—La otra vez recibí a un grupo de damas de beneficencia inglesas, gente finísima. Querían conocer la ciudad y me pidieron que las llevara tanto a las zonas más pobres como a las zonas más ricas. Qué ocurrencia, ¿no? Bueno, pues primero me las llevé en la camioneta a pleno Chalco. Ya sabes: lodo, chozas, basura, etcétera. Entonces me las llevé directito a Bosques de las Lomas. Pues no lo podían creer. Algunas se soltaron a llorar. Jamás habían visto algo así en sus vidas.

En cuanto Lucía volvió al comedor, Paola decidió que los anfitriones debían descansar y dio por terminado el convivio. Ricardo y Lucía salieron tras ella. La esperaba una camioneta, seguramente blindada, con vidrios polarizados y tres guardaespaldas. Ella se subió adelante. Para que no la secuestren, pensó Lucía, para que se despisten y crean que es la vieja del chofer. Pinche hipócrita.

—¿Sabías quién era? —le preguntó Ricardo, una vez en el coche—. ¡Paola del Paso de Lavalle! La esposa de Alonso...

—Sé muy bien quién es, ¿y qué?

—Es una mujer encantadora. Estuviste muy pelada con ella.

—Si no estuviera casada con ese gran caca, sería una pendeja como cualquier otra. Además, ¿de qué te sirve lamerle el culo? ¿Crees que te va a dar chamba, o qué?

—Te pones muy fea cuando te empedas.

—No estoy peda. ¿Alguna vez has pasado por alguno de los veintiocho mil bancos que tiene su marido? Me daban ganas de decirle «dile a Alonso que mandé a mi chofer a su banco el otro día y estuvo casi dos horas en la cola». Y qué tal que fue a Chalco y a Bosques de las Lomas y las gringas se pusieron a llorar. ¡Pues cómo no! Pregúntale a Paola dónde viven ellos. No viven en Chalco, ¿verdad?

—¿Y desde cuándo eres marxista de las Lomas?

—No soy marxista de las Lomas, pero si yo tuviera los millones que tiene, me daría vergüenza andarlo presumiendo. Estoy harta de pasar mis fines de semana con gente tan mamona, Ricardo. Me vale madres hijos de quiénes son y a qué otros mamones conocen y qué casas tienen en dónde. Se sienten la neta del planeta, pero los sacas de México y nadie sabe ni quiénes son.

—A lo mejor tú eres la que no da el ancho, chiquita. No se te va a caer la cabeza si lees un libro alguna vez en tu vida. Te aburres porque no tienes idea de lo que hablan. Nada te interesa. Libros, te dan hueva; la música que me gusta, la criticas. Yo pensé que tenías más mundo, pero estás apoltronada en tu ignorancia. Además, estos mamones son mis amigos, Lucía. Si no te gusta quiénes son, no te gusta quién soy yo.

—Primero, tengo más mundo y soy menos ignorante de lo que tú crees. Y segundo, pues no, fíjate, no me gusta quién eres. Siempre le andas lamiendo el culo a los megarricos. Me das pena ajena.

—Piensa bien lo que estás diciendo. Yo así no me caso.

—Pues no te cases.

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