DIECIOCHO Gabriel estaba

en el garaje lavando los coches. Cuando la vio, le dio la espalda. Lucía decidió que no quería que su romance acabara en rencor. No podía acabar mal con todo el mundo.

—Quiero que sepas que me peleé con el arqui —le dijo.

Por unos momentos, Gabriel pretendió que no la había oído y continuó trabajando, pero no se pudo contener.

—¿Con él también? ¿Y por qué?

—Porque se enteró de que me acuesto contigo.

—¿Serio?

—Nombre, Gabriel. Pues no sé, porque me harté de sus pendejadas. Lo único que le importa es la lana y quién tiene más.

—¿Ves? Por eso es mejor no tener lana —dijo Gabriel.

—Sí, me cae —rio ella.

Ella lo asió de la cintura y le dio un beso.

La puerta del garaje rechinó. Ambos brincaron del susto.

Bañado, afeitado y trajeado a esas horas insólitas, Adolfo los miraba a través de sus lentes oscuros. Era imposible saber si había visto el beso, si pudo haber oído la conversación detrás de la puerta.

—¿Qué milagro? ¿Por qué tan madrugador? —dijo Lucía.

—Tengo un desayuno de negocios —gruñó Adolfo—. Unos cuates quieren que invierta en un nuevo antro en San Ángel, un lounge de comida asiática con toques mexicanos. No comprendo eso de hablar de negocios comiendo huevos motuleños a las siete y media de la mañana. Es una salvajada.

—Que yo sepa, los narcos no son tan tempraneros —dijo su hermana.

—No estoy de humor, Lucía. Muéveme mi coche, ¿no, mano? —dijo Adolfo.

—Yo ya me voy. Le estaba pidiendo a Gabriel que fuera por un cuaderno que dejé arriba —dijo Lucía.

—Que me mueva el coche primero —dijo Adolfo.

Antes de subirse a su Jetta, Adolfo los miró una última vez, como queriendo atar los cabos.

Esa tarde, Lucía estaba intentando estudiar para su examen de Ergonomía de la Percepción, pero las minuciosas letritas azules de Viviana saltaban de los renglones y no se dejaban pescar.

—¿Por qué tronaste con Ricardo, Lucía?

Adolfo estaba recargado en la puerta de su cuarto, silencioso y artero como un caimán en un pantano.

—No tronamos, nos peleamos porque es muy presumido y me trata como si fuera una estúpida.

—Fuentes fidedignas me dijeron que te le pusiste al brinco a Paola del Paso. Que te pusiste a defender a una gringa que anda con un maya.

—Estaba diciendo sandeces, Fito. Me cayó gordísima.

—¿Acaso tú estás enamorada de un indio? —dijo Adolfo.

—¡Claro que no! Hay un maestro en la uni que está enamorado de mí —admitió con una sonrisa trémula—. Él de mí, no yo de él.

—¿Quién?

—Javier, el de Historia de la Filosofía. El otro día estoy en la biblioteca y viene y se sienta frente a mí. Yo ni me percaté. Luego me paré al baño y cuando regresé me había dejado una nota que decía «tienes los ojos más bellos que he visto en mi vida», con su nombre y su teléfono. ¿Te imaginas?

Era cierto, pero le había sucedido hacía casi un año. Esta era su estrategia de usar verdades para decir mentiras.

—¿Le hablaste? —preguntó Fito.

—No, pero cada vez que lo veo en los pasillos o en la cafetería, me muero del oso. Siempre se me queda viendo, como que me ama en silencio.

Eso era mentira. Lucía lo llamó. Se vieron para tomarse un café. Acabaron revolcándose desnudos en el tapete del departamento del maestro en la calle de Petén, colonia Narvarte. Pero Lucía se arrepintió. Javier era un clasemediero con aspiraciones intelectuales. Le daba ñáñaras. Su casa era color moco, decorada con muebles rústicos de madera comprados en los camellones de las avenidas; pósteres pelones del museo Tamayo colgados con chinches, plantas sedientas y libros traqueteados.

Y, por si fuera poco, el tapete le picó las nalgas. Javier le embarró su admiración como un molusco, con pretenciosas frases poéticas diseñadas para conmoverla. Al día siguiente la llamó y Lucía le informó que había cometido un error y que no le parecía prudente involucrarse con un maestro. Meses después, Javier todavía tenía la hiel en los ojos.

—¿No es un pinche indio? —le preguntó su hermano.

—No, de hecho, es blanquito, de ojos cafés. Está monón.

—¡No seas gata! Con un maestro de la universidad, Lucía, ¡qué asco! —exclamó Adolfo.

—Hay mucha gente a la que tus amoríos también les dan mucho asco. Tú dime a mí qué es más asqueroso. Lárgate de mi cuarto.

Adolfo estaba acostumbrado a ese tipo de comentarios que le hacían hervir la sangre, pero que sabía ignorar con frialdad.

—¿Ya le regresaste el anillo a Ricardo o te lo vas a agandallar?

Lucía saltó de la cama y le cerró la puerta en la cara.

Adolfo no había visto nada concreto, pero sí había intuido el susto que les metió, y la posibilidad de una relación amorosa entre el gato y Lucía le causó varios pensamientos espeluznantes, el primero de los cuales fue: «Si el naquito me puede gustar a mí, ¿por qué no le va a gustar a ella? Y si hasta a mí me prende mi hermana, ¿cómo no le va a encantar a él?».

Le angustiaba que los galanes le arrancaran la inocencia a Lucía, que la vejaran, que la hicieran sufrir. Su hermana era una reina. Ninguno la merecía; mucho menos ese pelado. Se imaginó a Gabriel lamiendo los níveos pechos de su hermana, coronados por sus pezones rosados, tercos de deseo. Una bola negra de violencia se le asentó en las tripas.

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