DIECINUEVE Ximena investigó los atuendos,

maquillajes y peinados de la concurrencia: fumadoras preparatorianas uniformadas, madres e hijas confabuladas sobre sus tazas de café, judías con múltiples carriolas, licenciados en traje y corbata. Sus guaruras estaban apostados sin la menor discreción, uno a la entrada del café y el otro en la contraesquina. Ximena prendió un cigarro. Lucía saludó a Ximena con un beso y se sentó.

—¿No quieres ir a Croissant's? Aquí hay demasiada gente —le dijo Lucía.

—¿Y qué tiene? Aquí está el chisme. ¡Qué milagro! ¿En qué andas, caray?

Lucía había pensado en diversas excusas, pero no se había decidido por ninguna.

—Ya sabes, del tingo al tango.

Pidieron dos cappuccinos con cajeta.

—Desde que andas con Ricardo ya no me hablas. Luego, cuando me hablas, nunca nos vemos y, cuando por fin quedamos, me cancelas a último minuto. ¿Qué onda, güey? —le dijo Ximena, inhalando histriónicamente.

—Tú también me podrías hablar a mí, ¿no? Siento que te molesta que hablemos de Ricardo.

—Lucía, te juro que me vale.

—Está bien, ya. De todos modos, nos agarramos de la greña grueso. Ya tronamos.

—¡¿Cuándo?!

—Hace dos semanas.

—¿Pooor?

—Porque me cagan sus amigos.

—¿Y la pedida?

—No sé, Ximena. No sé si me quiero casar con él.

—Por eso no dejas de casarte y menos con alguien así.

—¿Así, cómo? Ricardo es buena gente, pero no me mueve el tapete. Además, me trata como si yo tuviera cinco años. Como si fuera mi maestro. Como si no fuera suficientemente perfecta para él. Le vale lo que yo he vivido, no le interesan mis experiencias.

—No creo que ningún hombre quiera saber de tus otros güeyes —dijo Ximena, arqueando la ceja—, sobre todo si son como cinco mil.

—No es nomás eso, Ximena. Sí, me trata muy bien y me compra cositas y me saca a pasear, pero me da la impresión que lo único que le importa es traer una vieja buena al lado.

—Favor que te haces. Lo que pasa es que cuando te adoran siempre los mandas a freír espárragos.

—No es cierto. Me dijo cosas horribles.

—Pues qué habrás hecho.

—Nada, me empedé un poquito en una cena y me rehusé a besarle el culo a Paola del Paso, la dueña de Mexibanco.

—¿Conociste a Paola del Paso? ¿En dónde?

—¿Tú también? Ni que fuera el Santo Padre. El caso es que Ricardo me dijo que soy una ignorante y no doy el ancho con sus amigos tan cultos y sofisticados. Imbécil.

—¿Y cómo estás?

—Yo, encantada. Me quité un peso de encima.

A Ximena le daba la impresión de que, uno, Lucía no se veía tan encantada; y dos, decía cosas así para joderla. Ricardo era un peso que ella soportaría gustosa.

—Pues te ves medio demacrada. No me digas que no te dolió.

—Claro que me dolió, Ximena. Lo quiero mucho, pero me faltó grueso al respeto. Estoy pensando en regresarle su anillo.

—Eso sería una verdadera estupidez —opinó Ximena.

«Si supieras», pensó Lucía. Ya no aguantaba vivir con el peso cada vez más aplastante del secreto, sin poder compartir su éxtasis, su angustia, todo lo que había aprendido.

Intentó adivinar en el rostro de su amiga si sería compasiva o severa, si recordaría que ella le había confiado lo de su aborto y Lucía jamás se lo había contado a nadie (lo contó, pero siempre se cuidó de omitir el nombre de los involucrados).

Lucía había acompañado a Ximena a un consultorio en Interlomas. El culpable ni siquiera había ofrecido cooperar en el pago, suponiendo que para Ximena sería como cambio para los chicles. La había visto salir verde, lagrimosa y con náuseas. De regreso, se tuvieron que parar en una bocacalle, pero al asomar la cabeza por la ventana del coche a Ximena no le salieron más que berridos.

—¿Has sabido algo de Sergio? —preguntó Lucía.

—No. Que tuvo gemelos con una niña mochísima de Monterrey, el muy imbécil. ¿Por?

—Por nada, me acordé de aquel día.

—¿Estás embarazada?

—¿Cómo crees?

El rostro de Lucía se iluminó con una sonrisa pícara.

—¿Entonces, por qué te acordaste de repente? —le preguntó Ximena—. ¿Qué te traes?

Lucía se puso solemne.

—Prométeme dos cosas, Ximena.

—Lo que quieras.

—Uno, que no le vas a decir a nadie; y dos, que no te vas a encabronar.

—Uno, ya sabes, no hay bronca. Dos, pues todo depende. ¿Qué hiciste?

—Tengo un amante —Lucía confesó.

—Ajá. No lo puedo creer —dijo Ximena—. Pues sí, sí me enojo, fíjate. Eso es un abuso, Lucía. ¿Qué Ricardo no la hace?

—No es eso. Hasta eso, no canta mal las rancheras.

—¿Entonces?

—Es alguien que me fascina. No me pude resistir.

—¿QUIÉN?

Lucía sonrío, enardecida.

—¡Gerardo Alanís!

—No, ¡bueno fuera!

—¡Guillermo López Regla! —dijo Ximena.

Lucía negó con la cabeza, carcajeándose.

—¿Estás saliendo con Manuel Coronado, cabrona?

—Nombre, ¿cómo crees? —contestó Lucía con indignación transparentemente falsa, porque los coqueteos del amigo de su padre la halagaban—. Oye, Ximena. Mi papá no te ha tirado el can, ¿verdad?

—Él no, pero Manuel Coronado, sí. No me digas que eres lesbiana —bromeó Ximena.

—Sí, y te amo desde que te vi en calzones en Valle.

—Con el maestro de Filosofía, ¿Javier?

—Y... ¡No!

Ximena se imaginó lo peor. Un narcotraficante, un jipioso bohemio de la Condesa, un ruco con lana, un judío narigón, un sateluco.

—¿Y bien? —preguntó Ximena.

—Se llama Gabriel.

—¿Gabriel qué?

—Gabriel Mendoza.

—¿Gabriel Mendoza qué?

—Gabriel Mendoza No Sé.

—¿Quién es?

—Es un amor. Es guapísimo. Tiene una voz preciosa y un cuerpazo. Es un tigre y es un tierno —Lucía sonrió de oreja a oreja.

—¿Y de dónde lo sacaste, se puede saber?

—Es el hijo del chofer.

A Ximena le tomó más tiempo de lo normal entender a quién se refería. ¿El hijo de cuál chofer? Era tan ajeno a cualquier cosa que no encontraba la referencia visual en su cabeza. Se imaginó un chofer de librea, como los mayordomos de las telenovelas.

Lucía observó el ceño de Ximena fruncirse y desarrugarse hasta que vio el asombro en sus ojos y comprendió que había vislumbrado a Agustín.

—¿El hijo de Agustín? —preguntó Ximena, pasmada.

—Así es.

La sonrisa se esfumó del rostro de su amiga.

—Válgame, Lucía. Ahora sí que estás pirada.

Ximena recordó vagamente la imagen de un chamaco insípido.

—¡Es un vil naco!

—No es un naco.

De hecho, desde que conoció a Gabriel, Lucía observaba a los nacos con un detenimiento que rayaba en la obsesión, desde el taquero hasta el paletero, el bolero, el chalán que cuidaba los coches, los que le decían «mamacita chula» entre dientes si tenía suerte; y si no, unas leperadas tan indecentes que no sabía ni lo que significaban. Gabriel no era tan naco como ellos.

—Estás loca —insistió Ximena.

—Ya sé que estoy chiflada, pero me gusta. Me gustó desde el primer minuto que lo vi, Ximena. Es muy sexy.

—Ay, por favor, Lucía. ¿Engañas a Ricardo Mestre con el hijo de tu chofer? ¡Es el colmo!

—Oye, Ricardo nada tiene que ver. Los dos llegaron a mi vida más o menos al mismo tiempo. Bueno, Ricardo fue un poco antes. Pero este chavito me encantó. Ximena, esto no lo sabe nadie más que tú.

—¡Menos mal! He oído de todo, Lucía. De las que se meten con su cuñado y de las que se tiran a sus maestros de spinning, pero esta vez te pasaste grueso. Es como si yo me metiera con uno de mis guaruras. ¡Guácala!

—No es lo mismo, porque tus guaruras son horribles y Gabriel es muy guapo.

—¿Cómo le haces para verlo? ¿Subes a fajar a la azotea?

Lucía puso cara de ofendida.

—Pus sí, a veces —dijo—. La primera vez me lo llevé al Parque Hundido, porque no se me ocurrió otro lugar. La segunda vez él subió a mi recámara.

—Dios mío.

—Con Adolfo dormido en la suya y las chachas en la cocina y su papá por allí también —agregó, con considerable orgullo—. Y, de la tercera en adelante, lo hicimos en un hotel en el centro.

—Como puta.

—¿Y sabes qué? Me encantó.

—Dime una cosa. ¿Qué estás tratando de demostrar? ¿Quieres vengarte de tus papás? ¿Tu aspiración en la vida es ser una chacha? ¿Qué te pasa?

—Me pasa que me gustó Gabriel. ¿Y tú por qué te lo tomas tan a pecho?

—Me lo tomo a pecho, primero porque, carajo, Lucía, para eso tenías novio, güey; segundo, porque me parece una pendejada lo que estás haciendo; y tercero, porque te vas a meter en unas broncas enormes. Te puedes dar el lujo de jugar con el pobre gato porque lo vas a aventar como a todos los demás. Los masticas y luego los escupes como a un chicle cuando se le acaba el jugo. ¿Además, con qué derecho lo metes en líos?

—¿Y qué tal si estoy enamorada de él?

—¿¡De qué hablas!? —gritó Ximena—. A ver, si tanto lo quieres, atrévete a andar con él en serio. Díselo a tus papás y a tu hermanito. Llévalo al cine y a los restaurantes y a las fiestas. Presúmelo en la universidad.

—No sería justo; no lo quiero hacer sentir de menos.

—Porque eres una vil hipócrita. Te las das de muy abierta, pero nomás te estás aprovechando. El tipo no te importa en lo más mínimo. Como siempre, la única que importa eres tú.

—No es cierto.

—Siempre has sido una egoísta.

Desde que tenía memoria, de eso la acusaba todo el mundo. Por el contrario, ella opinaba que si fuera tan egoísta no se hubiera metido con Gabriel. Si fuera tan egoísta no se entregaría así, con todo su cuerpo y toda su alma. Se encogió en su silla y comenzó a sollozar.

—¿De verdad tanto lo quieres?

—Es que no te imaginas lo que es estar con él, Ximena. Nunca nadie me había hecho sentir así.

—¿Cómo?

—Pues superfeliz, superenamorada.

—¿Y entonces, para qué le dijiste a Ricardo que sí?

—Porque si no, ¿qué hago?

—Dime una cosa. ¿Qué se dicen cuando están juntos, eh? ¿Qué tienen en común aparte de la calentura?

—Pues él me cuenta cosas de su vida y yo a él de la mía, y hablamos de música y de Nueva York, porque además vivió en Nueva York tres años y habla inglés, que sepas. Digo, tampoco tenemos tanto tiempo como para estar platicando. Pero nos hablamos a besos. Me ves como si te estuviera hablando en chino.

—No sé qué decirte, Lucía. No entiendo cómo puedes estar con alguien tan diferente, alguien que no está y nunca estará a tu nivel, que no tiene nada que ofrecerte, que no es parte de tu mundo. Nada que ver. ¿A poco lo amas tanto que pasarías el resto de tu vida con él?

—A veces creo que sí. Es que soy la más feliz cuando estoy con él y, cuando no, cada minuto que no estamos juntos es una tortura. Me la paso acordándome de cada vez que me toca, o me besa o me dice cosas al oído.

—Traes la hormona alborotada.

—No nomás es el sexo, te lo juro. Somos amigos. Nos queremos.

Ximena la miró con consternación.

—¿Y qué vas a hacer?

Estuvo a punto de confesarle que estaba pensando seriamente largarse con él. De hecho, en ese preciso momento se le ocurrió que, aunque su reacción no era muy prometedora, si se la pidiera, Ximena la podría ayudar con la lana para irse a Nueva York.

—Ni idea. Tratar de disfrutarlo mientras dure —prefirió responder.

—Con razón de repente te volviste San Martín de Porres.

—¿Qué?

—Que ya entendí por qué de la noche a la mañana te volviste zapatista y defiendes a los nacos de la UNAM.

Lucía suspiró con amargura.

—A diferencia de ti, yo siempre te he apoyado en todo. Jamás te he juzgado.

—Siempre me lo recuerdas. Pero, sinceramente, ya estoy harta de estar aplaudiendo tus irresponsabilidades como foca de circo.

—¿Sabes qué? Tal vez si fueras un poco más abierta y menos miedosa, ahorita tendrías novio. Nadie te va a quitar tu lana.

Esta última frase dejó a Ximena boquiabierta.

—No te lo debí haber contado —prosiguió Lucía—. No sé cómo pude llegar a pensar que lo entenderías. Espero que alguna vez sepas lo que es querer a alguien tanto que no te importe quién es ni de dónde viene ni cuánto dinero tiene.

Y, con eso, se levantó, sacó un billete de a quinientos de su monedero y lo aventó en la mesa.

volver / back