VEINTE —¡Vamos, vamos, vamos,

al circo Atayde Hermanos! ¡Hay EMOCIÓN, hay ALEGRÍA para toda la familia!

Adolfo había irrumpido en el cuarto de su hermana saltando, con una sonrisa maniática. A pesar de que era sábado, Lucía estaba tirada en la cama viendo la tele pasadas las nueve de la noche, ataviada de pants y sudadera. Adolfo la sacudió como si fuera una muñeca de trapo.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Arréglate, nos vamos de reven.

—¿A dónde? Son casi las diez, Fito.

—A casa de Luis. A un reventón de Muertos.

No era mala idea salir de la casa. Desde su enfrentamiento con Ricardo, no tenía con quién salir. Él no la había llamado en una semana y ella no pensaba levantar la bocina, más que nada porque no sabía qué hacer. Todavía tenía su anillo, pero no se animaba a devolvérselo porque hacerlo la llevaría a tener que tomar una decisión.

Aparentemente, Gabriel estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella. Era el verdadero amor de su vida. Y al amor de la vida no se le puede dejar escapar, porque, según lo que había oído, solo hay uno. ¿Qué tal si lo perdía para siempre?

Mientras decidía qué hacer, había empezado a ahorrar dinero de las semanas que le daba su papá y le estaba pidiendo de más con el pretexto de los trabajos finales de la escuela, por si acaso. Total, una no puede vivir pensando en lo que va a decir la gente. Ni modo si era un escándalo; no era su culpa que todos fueran tan cerrados de la mente. Consideró que no le vendría mal echarse una bailadita, un churrito, unas líneas que la distrajeran por un rato de su terrible dilema.

—Okey. Pero me tengo que bañar y pasar la pistola y todo.

—¡Yupi! —exclamó su hermano—. Apúrate.

Se enjabonó con la espuma de su gel para pieles sensibles, entusiasmándose paulatinamente con la posibilidad de fumar y tomar mucho, chance darse una tachita para soltarse el chongo. Escogió un jueguito de brassiere aumenta-busto y tanga negra de encaje que se compró en París, unos pantalones de cuero negros, una camiseta semitransparente, negra, escotada, pegadita, y sus botines de tacón de aguja. «Nomás me falta el látigo», pensó. Se aplicó su maquillaje de vampiresa, sombras ahumadas, mucho rímel, los labios rojos. Se puso dos gotitas de Opium detrás de los lóbulos y una entre sus senos, y culminó enjoyándose con sus aretes, anillos y pulseras de cuentas.

«Calma, Nerón», pensó, divertida, al bajar la escalera. Abrió la puerta de la cocina como si estuviera a punto de salir modelando en una pasarela, imaginándose la cara que pondría Gabriel cuando la viera vestida como una fiera.

Zenaida y las muchachas se estaban preparando la merienda, pero Gabriel no estaba allí. Se dio cuenta de que se había vestido para él.

—¿Y Adolfo? —preguntó.

—La están esperando en el coche, señorita —le dijo Zenaida.

No fue hasta que se sentó adelante, y vio unos pantalones de dril color rata en el asiento junto al suyo, que se dio cuenta de que no era su hermano quien conduciría.

—Vente aquí atrás conmigo, mi pequeña Lulú —dijo su hermano, dándole palmaditas al asiento trasero—. A menos que te quieras ir adelante con el chofer.

Lucía se pasó para atrás. Sintió que iba a devolver el estómago.

—Gabriel nos va a llevar a la fiesta y nos va a esperar para que nos empedemos a gusto. ¿Acaso no soy un genio?

Gabriel mantuvo fija su mirada en la ventana para no toparse con las de los hermanos.

—Fito —dijo Lucía, escogiendo las palabras con cuidado—, ¿no es un poco exagerado pedirle a Gabriel que nos espere? Le podemos pedir un aventón a alguien. Mañana se tiene que levantar temprano.

—Si no me equivoco, mañana es domingo y aquí mi carnal no tiene que trabajar. Es su día de asueto. ¿Verdad, brother?

—Así es —respondió Gabriel.

—Pues a mí no me parece correcto que usemos al chofer para que nos lleve a fiestas. Además, no me lo pediste. Debiste haberme consultado.

—¿Tú lo compraste? ¿Cuánto te costó?

—No seas idiota, Fito. Tú sabes que es mi chofer y no tienes por qué andarle diciendo qué hacer. Por lo menos pregúntame primero, carajo.

—Yo creí que te encantaría la idea —dijo Adolfo.

Antes de que Lucía pudiera continuar poniéndose en evidencia, Gabriel los interrumpió.

—¿A dónde vamos? —preguntó.

—A Bosques de Pirules, en Bosques de las Lomas —respondió Adolfo.

—¿Sabes llegar? —dijo Lucía.

—No, señorita.

Adolfo rio socarronamente.

Lucía hizo un esfuerzo por fingir indiferencia y le dio las indicaciones a Gabriel. Adolfo miraba a uno y al otro como si siguiera la pelota en un partido de ping-pong.

—Estate quieto, Fito, ¿qué te pasa?

—Nada, solo estoy admirando lo guapísima que estás hoy. Vienes partiendo plaza. ¿Verdad que mi hermana es una belleza, carnal?

—No hemos llegado a la fiesta y ya estás hasta la madre, me cae que ya cállate.

—Nunca he estado más sobrio en mi vida, corazón.

La cuadra de la fiesta estaba repleta de coches, algunos estacionados sobre las banquetas.

—No te estaciones muy lejos para que no te tengamos que andar buscando —ordenó Adolfo.

—Te veo adentro —dijo Lucía, bajándose del coche como un bólido.

El pasillo de adoquín que conducía a la puerta principal estaba iluminado por veladoras y enmarcado por una hilera de flores de cempazúchitl y calaveras de azúcar. Unos portones apolillados, casi tan grandes como los de una iglesia, estaban abiertos de par en par. Lucía rogó no encontrarse a nadie conocido, pero enseguida reconoció a Luis y a varios amigos de su hermano con sus respectivas noviecillas. Se tuvo que parar a repartir besos. Recorrió el vasto salón con la mirada. Por suerte, estaba oscuro.

Necesitaba un trago para calmar los nervios. Sentía como si un temblor de 7.8 en la escala de Richter hubiera resquebrajado su fachada meticulosamente construida. Le temblaban las rodillas. No fue difícil encontrar el bar. Un cantinero ataviado con una camiseta negra estampada con huesos servía las bebidas bajo la fosforescencia de un tubo de luz negra. Lucía se empujó un tequila casi de golpe, sin limón, sin sal y sin sangrita.

El alcohol hizo que le brotaran las lágrimas. Tenía que calmarse y tramar una estrategia. Tal vez esta era una señal de que era el momento de largarse con Gabriel de una vez por todas. Podría salir a buscarlo, ir a la casa, empacar sus cosas y huir con él en el coche. Y no volver a ver a nadie jamás.

Se encerró en el baño de visitas. Una luz cálida emanaba de varias lámparas votivas. Montoncitos de pequeños cráneos azucarados le sonreían burlones sobre el tocador. «Qué mamón, pinche Luis», pensó. Se miró al espejo. A pesar de la iluminación benevolente de las velas, parecía un espectro. Su cara estaba descompuesta, sus ojos hinchados, sus labios deformados en una mueca de angustia. Se mareó, sin duda por el tequilazo. Alguien quiso abrir la puerta.

—¡Está ocupado! —exclamó asustada.

Bajó el excusado y abrió la llave del agua. Trató de enderezarse la cara.

Gabriel le dio la vuelta a la manzana y encontró un lugar a cuadra y media de la fiesta. No se había atrevido a mirar a Lucía por el retrovisor. Alcanzó a verla de espaldas al bajar del coche. Adolfo le había pedido el aventón a la fiesta de favor urgente una hora antes. «Le tengo que preguntar a mi papá», le había respondido, pero Adolfo le aseguró que ya había hablado con Agustín y que no había problema. Jamás le mencionó que Lucía también venía, hasta que se subió al coche y dijo casualmente que su hermana no tardaba en bajar. Debió haberse largado al día siguiente de la pelea con Lucía.

—No me voy a quedar aquí sentado como un pendejo.

Arrancó hacia avenida de los Bosques. Presionó poco a poco el acelerador, pendiente de las patrullas que había visto rondando por las avenidas vacías, escuchando el rugido del motor mientras la velocidad del coche sobrepasaba los setentaochentanoventa kilómetros por hora.

Puso el radio a todo volumen, abrió el quemacocos y bajó las ventanas. Apretó el pedal. La aguja marcó cien. No vio el tope de anchas rayas despintadas. El coche salió volando y rebotó sobre el pavimento. Aterrado, Gabriel constató que no le había pasado nada grave ni a él ni al coche y la racha de adrenalina le dio paso a la euforia. Se sintió en posesión de su destino por primera vez desde que llegó a esa maldita casa.

La avenida se estrechó y se convirtió en una angosta carretera de dos carriles. Se dio la vuelta en U, patinando el coche. Regresó bajando vertiginosamente por la avenida bordeada de mansiones con sus casetas de vigilancia, sus sistemas de alarma y sus perros entrenados para despedazar a los intrusos a mordidas.

Varias bocacalles estaban convertidas en privadas resguardadas por casetas de seguridad. Se metió por una calle que no tenía caseta y vio mansiones que parecían naves espaciales, con ventanas redondas y puertas triangulares; soberbias haciendas coloniales con bardas inmensas y techos piramidales de teja; castillos de cuento de hadas, casas de puro vidrio, unas de un piso, otras de cuatro. Le daban ganas de incendiarlas y chamuscar a quien estuviera adentro.

«Los ricos hacen lo que se les da su regalada gana. No quieren que nadie pase por su calle, pues la mandan cerrar. Y ponen una caseta con dos muertos de hambre que se encargan de no dejar pasar a la raza, a menos que les vengan a arreglar el jardín o lavar la ropa. Somos una bola de culeros», pensó.

Estuvo dando vueltas por las calles residenciales, envenenándose la conciencia con los recuerdos de las tardes que pasó con Lucía. Estaba hasta la madre de que esos dos escuincles consentidos se la pasaran dándole órdenes. Y no le parecía eso de que su vieja se casara con el pedante aquel y él tuviera que hacerle los mandados a los dos y cogérsela de cuando en vez.

—Te voy a dar un último chance, cabrona. O te vienes conmigo a la voz de vámonos, o te chingas.

Lucía abrió la puerta del baño y se topó con Ximena. Se miraron por un momento incómodo, sin saber si dirigirse la palabra.

—¿Qué onda? —le dijo Lucía.

—¿Qué onda contigo? —respondió Ximena.

—Yo, bien, ¿y tú? —dijo Lucía con la voz quebrada.

Lucía tomó a su amiga de la muñeca. Le dieron unas ganas terribles de encerrarse con ella en el baño y desahogarse.

—Discúlpame, pero me estoy haciendo —dijo Ximena, soltándose y cerrando la puerta del baño.

Lucía se sintió abandonada. Salió corriendo a buscar a Gabriel pero caminó a lo largo de toda la cuadra y no lo encontró. El corazón le dio un vuelco, pero de repente, parada en la calle en el frío nocturno, le pareció preferible que Gabriel se despareciera con el coche y no volviera jamás.

Entrando a la fiesta vio a Ricardo pidiendo un trago en el bar. Una gran confusión se arremolinó en ella como la arena revuelta con agua salada que alguna vez tragó al revolcarla una ola. Lo alcanzó, empujándose entre el tumulto como un náufrago que nada furiosamente hacia un pedazo de balsa.

—Hola, Ricardo.

—Qué onda, Lucía.

—¿Puedo hablar contigo? —dijo ella.

—Yo no tengo nada que decirte. Vine a pasármela bien.

Lucía se soltó a llorar como no había llorado en años. No sabía con exactitud por qué. Lloraba por el daño que le había hecho al pobre de su novio. Lloraba porque no encontraba a Gabriel. Lloraba porque su hermano desperdiciaba toda su energía en imbecilidades como la de esa noche, lloraba porque nadie la entendía, lloraba porque no sabía qué hacer, porque era una egoísta, porque lo único que le interesaba en esta vida era coger, lloraba porque en realidad sí quería una boda bonita con muchos invitados.

Algunos la miraban mientras berreaba. Ricardo la guio hacia un rincón menos transitado, empujándola suavemente por los hombros.

—Que me vean chillar, me vale madres —balbuceó ella.

—Shh —susurró Ricardo, conmovido por las cascadas de llanto de su amada.

—Yo sé que te ofendí —le dijo Lucía, sorbiendo sus mocos.

Él no respondió.

—No te quise hacer daño.

Otra oleada de llanto la convulsionó. Ricardo se esforzó por no perdonarla al instante. Le pareció un estorbo el estandarte del orgullo que estaba obligado a enarbolar para resguardar su dignidad.

—Cuéntame una de vaqueros, Lucía —le dijo, impasible. Le alcanzó un clínex.

—Te lo juro, Ricky. Me lancé demasiado en un momento que no estaba segura si quería comprometerme contigo. Te lo debí haber explicado.

Lucía se sonó las narices.

—Me trataste de la chingada. Me dijiste cosas muy feas. No me puedes tratar así.

—No te devolví el anillo porque quería pensar y hacer las paces, te lo juro —dijo Lucía.

Ricardo le acarició la mejilla y la estrechó contra su pecho con tanta fuerza que casi le sacó el aire. Lucía se dejó besar y acariciar y consolar, esperando que su hermano la descubriera en esa posición y entendiera que estaba alucinando.

Sin embargo, en esos momentos Adolfo se encontraba en el baño de la alcoba principal en el segundo piso, listo para darse un pase de bienvenida, a pesar de que su primera intención había sido no quitarle los ojos de encima a su hermana toda la noche. Los Lombardo, dueños de una de las cadenas de distribuidoras de automóviles más grandes de México, tenían un excusado importado de Japón de esos que calientan el asiento y te rocían el culo. Adolfo empezó a apretar los botoncitos del water mientras Luis cortaba la coca con su American Express Onyx, cual taquero experimentado.

Adolfo abrió las llaves del jacuzzi rodeado de espejos en el que cabían cuatro personas cómodamente. Mientras se llenaba la tina romana, Adolfo esculcó los botiquines y los cajones, examinó las medicinas y los cosméticos, encontró Tafil, se robó unos cuantos, y se desnudó. Se dieron sus líneas de coca y se metieron al agua.

Adolfo le esclareció la razón de su euforia:

—Lucía se está cogiendo al hijo de Agustín.

—¿A poco? ¡Ya te lo bajaron! —se carcajeó Luis.

—Sí, mon cher Luis, así es. Y hoy me los voy a tronar a los dos.

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