VEINTIUNO «Completamente solo»,
de Eric Carmen; «No estoy enamorado», de 10 cc; «No sé cómo amarlo», con Yvonne Elliman. Parecía que habían programado las canciones de Radio Universal para burlarse de su miseria.
Gabriel apagó el coche y se bajó a tomar el aire, que por esos rumbos era un penetrante frío campestre. Se recargó sobre el cofre de un coche desde el cual podía ver la puerta de la casa. Un grupo de gentes escandalosas ignoraba olímpicamente al guardia de traje que les pedía que se pasaran para adentro para no molestar a los vecinos. «Orita, mano», le decían, y seguían vociferando en la banqueta. Podía oír el estruendo de la música y el barullo indistinto de los invitados, y se imaginó a Lucía ligando y bailando y coqueteando con esa ropa que jamás se puso para él.
Cruzó la acera. El grupo de pirrurris lo escudriñó para ver si lo conocían. Iba pensando a cada zancada que le iban a cerrar el paso, que le pedirían explicaciones, su identificación.
«La cosa es entrar como si yo fuera el dueño de esta casa».
Lo miraron, pero no le dijeron nada. El guarura lo revisó por una fracción de segundo y le dijo:
—¿Qué se te ofrece?
—Soy amigo de Luis y vengo a la fiesta.
El guarura lo miró con resentimiento, pero lo dejó pasar. A la puerta de la cochera se encontraba estacionada una camioneta de servicio a domicilio de tacos del Tizoncito, a escasos veinte metros de la entrada principal. Gabriel se dejó llevar por el olor de los tacos al pastor. El garaje había sido convertido en una placita pueblerina cubierta de banderolas de papel picado y flanqueada por puestos de antojitos, ollas de barro con guisados, mesas con grandes jarrones de aguas frescas, canastas repletas de acitrón, calabazate, natillas, pirulíes, alegrías, pepitorias de colores.
Se metió entre el gentío hambriento y aprovechó para pedir cuatro tacos al pastor con todo, dos sopes y dos quesadillas, recién amasadas. Se las sirvieron con cara de pregunta, pero se las sirvieron.
Atravesó el jardín enorme, alucinado por las hileras de veladoras colocadas a lo largo de los balcones de hierro forjado y por las dos largas antorchas que escupían fuego a los flancos de la entrada principal. Una escultura de bronce de una mujer indígena envuelta en un rebozo lo aguardaba impávida junto a la puerta. Parecía que en cualquier momento iba a estirar el brazo y pedir una limosna.
Gabriel entró a la casa, empujado por su adrenalina, envalentonado por haber pasado el primer obstáculo, y bien comido, además. Había tanta gente que no se podían dar dos pasos sin chocar con alguien. En la oscuridad, las miradas brillantes de chicas y chicos se posaban momentáneamente en él como luciérnagas. Él los miraba de regreso. Nada como traer la cabeza agachada para delatarse.
Una cantidad indeterminada de siluetas se acurrucaban alrededor de una chimenea prendida. Al fondo de la sala había más gente bailando, y más allá distinguió el aura azul de una piscina. No veía ni a Lucía ni a Adolfo. Del otro lado del salón, una calaca fosforescente servía los tragos, iluminada por luz negra. Hacia ella se dirigió.
La calaca titubeó por un segundo antes de ofrecerle algo de tomar. Gabriel, quien se había escudado en la penumbra, bajó la vista y vio que su camiseta blanca se había convertido en un gran anuncio de neón violeta.
—Un Don Julio, por favor.
En cuanto se lo dieron se apartó de la mesa. La promesa de cantidades ilimitadas de bebida y comida gratis lo distrajo por un momento de su propósito. Se arrimó a un costado del bar y pidió otro tequila desde la esquina de la mesa.
Caminó como una lagartija, pegado a las paredes de la cúpula del enorme recibidor, decorada por flores y angelitos pintados a mano. Augustas pinturas de platones de frutas sombrías y de flores marchitas cubrían las paredes, y seis nichos albergaban santos sangrantes o arcángeles de madera pintada.
Buscando a Lucía entre las sombras, se topó con un altar de muertos tradicional coronado de cempazúchitl. En el centro del altar había una foto de un joven que posaba orgulloso junto a un auto de carreras, su casco bajo el brazo. Debajo de la foto, organizados en alteros simétricos como los que hacen las marchantas en los mercados, había cajetillas de Lucky Strike, Tin Larines, cacahuetes japoneses y bolsitas de Chamoys, acomodados en un semicírculo alrededor de una botella de tequila Porfidio, una botella de champaña y una botella de cerveza Victoria.
Tendidos en la base del altar, sobre un colchón de pétalos amarillos, yacían un disco compacto de Paulina Rubio, un bikini milimétrico, un frasco de agua de colonia con un nombre impronunciable y una colección de trofeos y cochecitos de carreras. Gabriel observó fascinado los detalles de la corta, privilegiada y viciosa vida de aquel sujeto.
—¿Conocías a mi hermano Adrián? —inquirió el sonsonete gangoso de una niña acomodada.
Por un momento Gabriel supuso que no se dirigían a él, pero nadie más contestó. Distinguió a contraluz el perfil de una chica menuda, como de unos dieciséis años. Tenía cara de ardillita, la naricita chata espolvoreada de pecas. Despedía un fuerte olor a mota.
—De vista —balbuceó Gabriel.
—Estaba completamente demente —dijo la chica—. ¿Sabes cómo se mató?
—¿Cómo?
—Venía de una fiesta en Tecamachalco, hasta la supermadre, y en el puente de Monte Líbano no se fijó que iba en el carril contrario y quiso esquivar al que venía enfrente, chocó contra el barandal y se cayó a la barranca. Se llevó de corbata a uno que venía manejando del otro lado y a su mujer, o sea, que dejó huérfanos a dos gemelitos. El Mercedes quedó triturado y a Adrián lo sacaron en pedazos.
Gabriel guardó silencio unos segundos y le preguntó:
—¿Tú hiciste el altar?
—¿Cómo crees? Fue mi hermano Luis. Yo quería ponerle un altar también a los pobres que asesinó mi hermano, aquí junto a este, pero no me dejaron. Me llamo Amanda. ¿Y tú?
—Lorenzo —respondió él a las dos brillantes pupilas dilatadas.
—¿Quieres bailar? —dijo Amanda.
«Puta, qué pegue tengo con las princesas».
Sin esperar la respuesta, Amanda posó sus manos sobre los hombros de Gabriel, acercándose a su cuerpo lo suficiente como para comenzar a endurecerlo. Gabriel la tomó de las caderas y se mecieron lentamente, haciendo caso omiso de la música agitada.
Amanda lo miraba a los ojos como si estuviera descubriendo un espécimen nunca antes visto y sonreía bobalicona. Las bocanaditas de su aliento reseco de cigarro se le metían a Gabriel de vez en cuando por los hoyos de la nariz. Gabriel apretó entre sus dientes el labio inferior de Amanda. Su saliva era dulce y ahumada. Ella se abrazó a él y Gabriel la estrujó como si quisiera tronarle las vertebras. La besó recio, metiéndole la lengua hasta la campanita.
Le hubiera encantado apachurrar a aquella chatita en sus brazos hasta triturarle los huesos, besarla hasta ahogarla y arrancarle la naricita de una mordida, pero su olor a perfume fino le recordó que estaba allí para llevarse a su mujer de los pelos, si era necesario.
—Orita vengo. Voy por un trago —dijo Gabriel.
La calaca lo veía cada vez con más recelo, pero todavía no le negaba las copas. Tercer tequila en mano, Gabriel se dirigió hacia el jardín trasero, hipnotizado por el reflejo serpentino del agua. Las flores de cempazúchitl flotaban en la alberca como anémonas anaranjadas.
No había mucha gente en el jardín. Tres chavos se estaban pasando un churro en un rincón oscuro y hablando de un viaje al Caribe. Gabriel se acercó. Se le quedaron viendo con desconfianza, pero no se atrevieron a enfrentarlo y, cuando el toque dio la vuelta, Gabriel se interpuso de tal manera que no les quedó más remedio que pasárselo. Le metió dos jalones hambrientos y lo pasó. Un silencio incómodo sofocó la conversación y, como nadie parecía querer reanudarla mientras él estuviera allí, Gabriel se separó del trío y se quedó rondando en la periferia.
Se adentró en el jardín y encontró una banca de madera bajo un árbol frondoso. Estos güeyes tenían su propio parque con columpios y subibajas y todo. La humedad gélida del pasto le traspasaba las suelas de hule de sus tenis y se le metía por las grietas de las plantas de los pies. Se le puso el pellejo de gallina. Sintió sus huesos entumirse uno por uno, el frío congelarle hasta el tuétano. Se clavó una eternidad en la danza luminosa de las ondas del agua, otra eternidad en las formas fantasmales que exhalaba la chimenea sobre la noche turbia. Su propio vaho remedaba al de la chimenea.
Los mariguanos privilegiados arrinconados en el jardín también temblaban de frío.
«Su tufo no es de diamantes ni su frío de plata. Cagan, mean y sangran igual que el pelado más pobre. Su semen, sus mocos y sus lágrimas son igual de salados. En México los pobres están resignados a que los traten como mierda, ¡porque son color mierda! En la tele —reflexionó— todos son blancos: los presidentes, blancos; los dueños de los bancos, blancos; los hombres de negocios, blancos; los niños en los anuncios, güeros de ojo azul, pecositos, pelirrojos, blancos. Hasta las sirvientas en las telenovelas son blancas. Señorita México, blanca; las que cantan con minifaldas en las que se les ve hasta el occipucio, y el ombligo de fuera y las chichis duras como balones de futbol, blancas. Los pepenadores, prietos; los mozos, choferes, enfermeras, jardineros, barrenderos, policías, cerillos, limosneros, ambulantes, taqueros, afiladores, globeros, plomeros, zapateros, meseros, sirvientas, cuidadores, cocineros, paleteros, tragafuegos, boleros, organilleros, albañiles, camoteros, peones, campesinos, basureros, porteros, ropavejeros, en su gran mayoría: prietos. Chocolatosos, acanelados, cafesones, enchipotlados, de piloncillo, prietos».
El recuerdo de su vieja perdida entre la multitud lo sacó de su desvarío. Tenía una misión que cumplir. Se encaminó hacia su fiel amiga, la calaca.
—¿Me das otro tequilita y una Victoria?
La calaca lo miró con saña y escarbó en su hielera como si tuviera que irse al inframundo para arrebatarle la última cerveza al mismísimo diablo, aunque se veía claramente que había de sobra, hundidas en el agua helada. Puso la cerveza en la mesa, pero no se la abrió. Gabriel alcanzó el destapador con el brazo.
—Ya no tengo caballitos —dijo la calaca.
—En un vaso de plástico de esos, carnal, no hay pedo. ¿Soy un invitado o qué? Pus me vas a dar todas las que te pida y más, cabrón.
Hizo una pausa, fascinado por la perorata que había fluido tan articuladamente desde sus adentros.
—Puta, brother —prosiguió—. Vengo en mi Jetta negro con mi estéreo y mi quemacocos y mis rines de magnesio, y vivo en Parque Vía Reforma, número 2347, Lomas de Chapultepec, Delegación Miguel Hidalgo, Ciudad de México, planeta Tierra, Sistema Solar, y me estoy cogiendo como un rey a una de las amiguitas del patrón. ¿Cómo ves?
—Pinche pedo mariguano, sácate —murmuró la calaca.
Gabriel sacó un Alas apachurrado del bolsillo de su camiseta. Mientras buscaba sus cerillos, una güerita de pelo chino se le acercó y le pidió un cigarro.
«¡Uh, que la canción! No te digo, no me resisten».
—Oye, ¿me regalas uno?
—Sí, como no. Son sin filtro.
—No importa, es que ya nadie tiene, caray.
Por supuesto. De otro modo, la güerita jamás le hubiera dirigido la palabra. Gabriel alisó el cigarro entre sus dedos, se lo dio y continuó buscando sus cerillos. Mientras lo investigaba, ella sacó su encendedor y se lo prestó a Gabriel, pero no se prendió el suyo. A Gabriel le pareció haberla visto antes.
—¿A quién conoces aquí, eh? ¿Eres cuate de Luis? —dijo ella.
«Ya empezó el interrogatorio».
—No, de Amanda y de Adrián; que Dios lo tenga en Su gloria —balbuceó Gabriel.
—¿Cómo te llamas?
—Lorenzo. ¿Y tú?
—Ximena. ¿Lorenzo qué, eh?
«¿Ximena qué, eh? ¿Es la amiga de Lucía? No chingues...».
—Lorenzo Mendoza Bonilla, para servirte.
—¿Y de dónde conocías a Adrián?
—Yo era su mecánico.
«Eso es lo que quieres oír, ¿no, chata?».
—Ah, ya. Y te invitaron a la fiesta.
—Pos aquí estoy, ¿no?
—No, sí, claaaro. ¿Y qué tal te la estás pasando, bien?
—Sí, chido. ¿Quieres bailar?
«Total, ya encarrilado el ratón...».
—No, gracias, solo me urgía un cigarro.
—Los que gustes. Te lo prendo, si quieres.
—Gracias, me lo voy a fumar allá afuera.
«Pinche vieja mamona. Manda llamar al gorila trajeado pa que venga a sacarme a patadas, si no te gusta».
Gabriel se talló los ojos y emitió un suspiro fatalista. Podía aprovechar esta advertencia de los dioses para huir, o podía llevarse a Lucía con él para siempre, después de desfigurar a su puto hermano a madrazos. Se adentró en la densa neblina de humo, mareado por el olor a mariguana, a perfumes mezclados con sudores, a alientos alcoholizados, a hormona alborotada por las notas de una balada en inglés.