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VEINTIDOS Adolfo y Luis se pusieron las gordas batas de toalla

y se secaron el pelo con la secadora. Adolfo se palmeó las mejillas con una de las aguas de colonia del señor Lombardo, y Luis se untó en los labios una discretísima capa de brillo que extrajo de uno de los cajones del tocador. Se dieron un pase más y regresaron a la fiesta. Vieron a Lucía bailando con Ricardo. Él la estrechaba por la cintura y le acariciaba la espalda. Se besaban con vehemencia.

Luis arqueó las cejas.

—Ni mandado a hacer —le dijo Adolfo con una sonrisa enorme—. No sé que chingados hace el Mestre en esta fiesta, pero qué alegría verlo.

—¿No que habían tronado? —preguntó Luis.

Al otro lado del salón, Adolfo vislumbró a Ximena conversando con una camiseta púrpura.

—Mira quién está allí. No lo puedo creer —dijo Adolfo, señalándole a Luis la extraña pareja que conversaba junto al bar.

—Ximena —respondió Luis.

—Ximena y quién más, imbécil.

—Omaigod —dijo Luis—. ¡El Chichifo Deluxe!

Adolfo decidió esquivar a Gabriel por el momento y bajó corriendo a interceptar a Ximena, quien se dirigía al jardín. La cogió del brazo.

—¿Con quién hablabas?

—¿Qué?

—Ahorita en el bar. ¿Quién era ese gañán? ¿Qué te dijo?

—Es el mecánico de Adrián —dijo Ximena—. No entiendo para qué lo invitaron.

—Ese no es ningún mecánico. Es el hijo de Agustín.

—Ah, con razón se me hacía conocido. ¿Y qué hace aquí?

—Nos trajo a la fiesta. Es un descarado, pinche indio.

—Ya anda bien jarra. Hasta me sacó a bailar —dijo Ximena.

—¿Y tú que hacías hablando con él?

—Pues se me hizo que no venía al caso, así que fui a preguntarle quién era. El estúpido de Luis no sabe ni quién se mete a su casa.

—¿Qué te ha dicho Lucía?

—¿De qué?

—De él.

—Nada. Solo me dijo que el hijo del chofer es su chofer.

—¿Y tú no lo habías visto nunca?

—Yo tengo mi propio chofer y, como sabes, tengo que andar en mi propio vehículo con mis propios guardaespaldas.

—¿Y por qué ya no te hablas con mi hermana?

—¿Qué te importa?

—¿No será porque este nacolín se la está cogiendo y a ti te purga la idea?

—¿Y tú cómo sabes que se la está cogiendo?

—Creo que los vi besándose.

—¿Cómo que «creo»? O los viste o no los viste.

—Tu lo sabías, Ximena.

—Yo no sabía nada.

—Tú lo sabías. Lucía te lo contó.

—Te juro que no. Nos peleamos porque me dio mucho coraje cómo trató a Ricky tu hermana.

—Pues no sé si ya los viste, pero están bailando juntos, de lo más acaramelados.

Justo hoy, que Ricardo había llegado solo a la fiesta; hoy que ella se había desinhibido y le había coqueteado, y él había sido tan gentil, tan dulce; hoy se le había ocurrido a la puta de Lucía volvérselo a bajar. No tenía perdón de Dios.

—¿Te parece correcto que mi hermana y el gato se estén acostando? —dijo Adolfo.

—Me parece del peor gusto, pero no me sorprendería: tu hermana se mete con todo.

—¿Qué hacemos?

—¿Hacemos? No sé, Adolfo. Yo creo que hay que sacarlo discretamente de la fiesta. Dile a Luis que le pida a los guaruras que lo corran.

Lucía hundió su rostro en la camisa de Ricardo y respiró su olor pulcro a agua de colonia. Cerró los ojos y se meció al compás de la música, como si la música y los brazos de Ricardo pudieran protegerla del caos a su alrededor.

—Me hiciste mucha falta —dijo Ricardo—. Pensé en hablarte como mil veces, pero estaba muy herido.

—Para mí también fue muy difícil.

«Ya te pedí perdón, ya no te hagas el mártir».

—Te amo, Lucía.

—Yo a ti.

La lengua de Ricardo comenzó a explorar su cavidad bucal. Por un momento, Lucía sintió que se sacaba un gran peso de encima. Volvería a su vida normal; a comer sushi y beber cosmos, a comprarse ropa nueva sin sentirse culpable, a tostarse sobre la proa de un velero en Valle de Bravo cada fin de semana. Total, lo bailado nadie te lo quita. Eso sí, extrañaría horriblemente la pasión de Gabriel, su aire eternamente melancólico, su sonrisa traviesa, sus abrazos calientes; esos labios imposiblemente carnosos y palpitantes que la hacían delirar. Extrañaría su voz hipnótica cuando la llamaba «princesa»; sus culminaciones agónicas, la ternura con que la miraba después de hacer el amor.

Ximena se abrió paso a codazos entre los cuerpos ondulantes para llegar hacia Lucía y Ricardo.

—Lucía, te tengo que decir algo —le susurró al oído a su amiga.

—Ya volvimos —le dijo Lucía.

—Tu chofer está aquí adentro. Hace dos minutos estaba chupando en el bar. Está pedo —continuó Ximena en voz baja.

—¿Y dónde está ahora?

—No sé. Ya no lo encuentro.

—¿Y Adolfo?

—Hace rato me vio hablando con él. Le tienes que decir que se vaya, antes de que se arme la de San Quintín —dijo Ximena.

Y en ese instante ambas vieron acercarse la negra melena, cuyas briznas caían sobre la frente atormentada, los párpados a media asta, el blanco de los ojos brillante de coraje. Lucía quiso acariciarlo, besar su pelo, beber su saliva dulce, reconfortarlo. Pero no se movió de donde estaba. Se trató de despegar de Ricardo, quien flotaba extasiado y no se había percatado que el chofer los miraba como si fueran un insecto espantoso y que su cuñado venía corriendo en su dirección.

—Llévate el coche y vete a la casa —le dijo Lucía a Gabriel.

—No me des órdenes, que no son horas de trabajo, mi reina —respondió Gabriel.

—¿Tú qué haces aquí adentro, pinche infeliz? —dijo Adolfo.

—Déjalo, Adolfo —contestó Lucía, entre temeraria y apanicada—. No provoques.

Ricardo miró a los tres con absoluta incomprensión. Para sorpresa de los presentes, Gabriel abrió la boca.

—A ti, pinche puto, te puede llevar mucho la chingada. ¿Tú te vienes conmigo o no, Lucía? ¡Vámonos!

Lucía vaciló brevemente y se negó con la cabeza. En lo que Ricardo comprendía por la cara del chofer, por la agitación de Adolfo, por la mueca sobrecogida de Ximena, que su novia lo había engañado con el chofercito; en lo que debatía si de veras tenía que fingir querer madreárselo para salvar su orgullo mancillado; en lo que se resolvía la lucha entre su uso de razón (conserva tu dignidad, no te pongas a su nivel, no te ensucies) contra el vértigo de su humillación (mándalo a la Cruz Verde, suénatela), Adolfo ya había desenfundado la pistola que había tomado prestada de un rincón del clóset de su padre y le apuntaba a Gabriel.

Un par de chicas lanzaron gritos de pánico, pero la música estaba tan fuerte que mucha gente no se dio cuenta.

—Cálmate, Fito, guarda eso, por favor —le imploró Lucía.

—¿Qué te pasa, Fito? Baja esa cosa. ¿Qué está pasando? —dijo Ricardo.

—Vamos a darnos como hombres, pinche maricón pendejo —exclamó Gabriel.

—Baja la fusca, Adolfo —ordenó Luis—. No necesitamos otro rollo trágico más en esta casa.

—No pasa nada, Luigi. Mira, ya la guardé. Es un asunto de familia.

Adolfo se metió la pistola en la ingle. El peso del arma hizo que se le colgaran los pantalones y se asomara el resorte negro de sus calzones de diseñador.

—Fito, vámonos ya —imploró Lucía.

—Te recomiendo que te calles, Lucía, si no quieres ver sangre.

Adolfo interpretaba su papel de primogénito desairado con autoridad, aunque a Lucía le sonaba como si imitara un programa policiaco de la tele. De hecho, todo le parecía como una representación ridícula en la que ella también interpretaba, malamente, un papel.

Advirtió que alrededor de ellos se había formado un corro de espectadores que los observaban como los mirones callejeros un accidente de tránsito. Su mirada se fijó en Gabriel, quien se había petrificado enfrente de la pistola en una actitud más de desafío que de temor, como si a él también le pareciera absurdo el dengue que estaba armando Adolfo. A Ricardo no se atrevía a mirarlo.

—Dame la pistola, Adolfo —exigió Luis—. Y si se van a madrear, sálganse a la calle.

Adolfo le cedió la pistola al anfitrión, quien le sacó las balas expertamente y se las guardó en el bolsillo del pantalón.

—Óyeme, cabrón, yo a ti no te invité a esta fiesta. Ya te fuiste. Sácate —le dijo Luis a Gabriel, chasqueándole los dedos en la cara.

—Vámonos, Lucía —dijo Gabriel una vez más, ignorando a Luis.

—¡¿Cómo que vámonos?! —gritó Ricardo.

—Ricky... —gimió Lucía.

—¿Este indio te puso la mano encima? —preguntó Ricardo.

—Si se van a madrear, sálganse —dijo Luis.

Lucía estaba asustada, pero su mente estaba muy alerta, como si se hubiera dado dos rayas de coca. Se le habían agotado las lágrimas.

—Me la he cogido y mejor que tú, cabrón —dijo Gabriel.

Un zumbido incrédulo se suscitó entre los mirones.

—Está pedísimo. ¿En qué cabeza cabe? —dijo Lucía.

Ricardo sentía como si lo hubieran aventado a un chiquero. Su cuerpo se convulsionó en un espasmo de náusea.

—En la vida haría algo semejante —insistió Lucía.

Gabriel no entendió que los alegatos de Lucía eran su manera de protegerlo.

—Me la he cogido en su recámara y en la mía, y en el hotel Mónaco miles de veces. Es más sucia y más puta que una perra callejera en brama —dijo Gabriel.

Ricardo se dobló súbitamente, tapándose la boca con la mano para evitar el torrente de vómito que de todos modos se vació sobre el parquet. El público emitió un bramido. Lucía intentó ayudarlo, tomándolo del brazo, pero Ricardo la empujó y se abrió paso entre la gente, sin siquiera mirarla. Ximena corrió detrás de él.

Gabriel aprovechó el momento para abalanzarse contra Adolfo y lo comenzó a golpear a puñetazos en las costillas, en la mandíbula, en las piernas. Adolfo se defendió a patadas y jalones de pelo y ganchos al aire. Luis permitió unos cuantos segundos de esta escena grotesca, pero pronto perdió la paciencia y se tiró contra Gabriel.

—No mames, güey, esta bronca está buenísima —dijo alguien.

—¡Déjenlo! —les gritó Lucía a su hermano y a Luis. Pero Gabriel ya estaba tendido en el suelo, cubriéndose de las patadas y los golpes de Adolfo, Luis y unos cuantos invitados más, encogido como un feto cerca del charco del vómito de Ricardo.

Adolfo le sacó a Gabriel las llaves del coche de los bolsillos del pantalón. Lucía trató de convencerlos de que lo dejaran ir. Pero los Lombardo tenían una palanca en la judicial y Luis tenía su teléfono particular, así que en lugar de dos azules relativamente inofensivos, llegaron dos judiciales enchamarrados.

Adolfo y Luis dijeron que aquel individuo se había introducido en la fiesta sin invitación y en estado de ebriedad, y había molestado a varias señoritas. Gabriel reclamó que Adolfo lo había amenazado con una pistola, que Lucía andaba con él, pero no le hicieron mucho caso, porque los otros decían «cuál pistola, cuál novia; véalo, oficial, está borracho, cómo cree, es un empleado doméstico resentido».

Entonces, entre la gente apretujada, apareció Amanda Lombardo, diminuta, con los ojos hinchados de drogas, quien acusó a Gabriel de haber abusado de ella junto a la ofrenda de muertos. Los judiciales decidieron llevárselo a la procuraduría.

Entre Adolfo, Luis y Ricardo juntaron un gordo fajo de billetes y se lo dieron al comandante porque, a pesar de la palanca, los servidores de la ley solicitaron una cooperación por la visita a domicilio, asegurando a los afectados que con dichos honorarios el intruso permanecería bien detenido.

El judicial fornido y cacarizo le preguntó, mirándola como si le fuera a chupar cada huesito: «¿A usted el joven también la hostigó, la acosó sexualmente?». Lucía dijo que no con una voz casi inaudible y sugirió a los judiciales que lo soltaran, que el joven no había querido hacerle ningún daño. Pero la mordida ya estaba en sus bolsillos.

Al día siguiente, su padre mandó a su mamá a sacarla de la cama. La sentó frente a él y a Natalia en el mullido sillón de cuero del estudio.

—¿Qué te pasa, Lucía? —indagó su padre—. ¿Por qué te afecta tanto lo del chamaco? Se metió a molestarte, insultó a tu hermano, y tú estás chillando por él. Quiero saber por qué.

—Porque se lo llevaron los judiciales. Él no hizo nada.

—¿Por qué se metió a la fiesta a buscarte?

—Quería irse, me quería avisar que ya se iba.

—¿Por qué lo llevaron a la fiesta?

—Pregúntale a Adolfo, papá. Fue su idea.

—¿Y lo que dijo del hotel del centro? —preguntó Roberto—. ¿Para eso me convenciste que te dejara usarlo de chofer?

Lucía no respondió. Sus ojos impúdicos se fijaron en los de su padre.

—Eres una ramera —le dijo su padre.

—Así me educaste —respondió Lucía.

De una zancada, Roberto se acercó al sillón donde su hija estaba hundida en su pijama y le dio una bofetada que le sacudió las muelas. Lucía se dobló y escondió el rostro hirviente de humillación entre sus piernas. Su papá jamás le había pegado.

—Dime qué te hizo ese infeliz —insistió su padre.

—No me hizo nada —berreó Lucía—. Nos hicimos.

—¿Quieres otra cachetada?

Lucía levantó la cara.

—No me cogió. Nos cogimos.

—Vete a tu cuarto si no quieres que te reviente a golpes —le advirtió su papá con los puños temblorosos de rabia.

—Eso pasa por tentarse el corazón con los escuincles de los criados —afirmó Natalia.

Lucía se levantó del sillón con su frágil armadura de odio y caminó lentamente hacia la puerta.

—No creas que no sé que tu hermano es un soplón asqueroso, maricón —le dijo Roberto—. Pero te juro, Lucía, que me voy a encargar de que ese desgraciado se pudra en la cárcel.

—Quién te manda —dijo su mamá—. A ver si así aprendes a meterte con quien te corresponde.

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