VEINTItres El sobrio vestido
de novia de tres mil dólares elegido por su mamá (color hueso, manga larga, cuello de ojal, una larga hilera de castos botones en la espalda) la esperaba colgado de un gancho y le quedaba guango, a pesar de que se lo habían llevado a la costurera más de una vez para que le metiera varios centímetros, y a pesar de que una criatura se gestaba en su vientre desde hacía unos cinco meses.
Lucía observaba todo lo que acontecía a su alrededor a vista de águila, como si fuera una figurita de las maquetas para desarrollos residenciales que exhiben en los centros comerciales. Ella no era más que una pieza en ese mundo perfecto de arbolitos de musgo y piscinas de celofán. La podían poner cargando una raqueta junto al coche, en el jardín o a la entrada de la magnífica residencia, parada detrás de un muñequito con un portafolio. Daba lo mismo. Solo sentía cansancio. Ganas de cortarse las venas.
—Eres una visión romántica: vaporosa, femenina, diáfana, pero traes unas ojeras de miedo, chiquita. ¿Qué no has dormido? —dijo Flavio, el maquillista.
—¿No se ve muy pálida? —preguntó la mamá de la novia, quien observaba a Flavio maquillarla como si realizara una intervención quirúrgica.
—No, pues sí, está color axila de lagartija —dijo Flavio—, pero eso se lo quito con mis polvos mágicos. No se preocupe, señora, vamos a hacer que esta niña deslumbre como un lucero.
Las muchachas la ayudaron a ponerse el velo. Le recogieron la cola para que no la arrastrara de salida hacia el garaje, donde la esperaba una carcacha adornada de listones, gladiolas y nardos. Zenaida le detuvo el ramo para que se pudiera subir al coche.
—Está usté muy guapa, señorita Lulú —la oyó decirle en un eco distante—. Que Dios la bendiga. Le traje unas galletas Marías con cajeta, para que se coma algo antes de la boda.
Lucía levita por el pasillo de la iglesia, atolondrada por los tranquilizantes. Su mamá le ha dicho cómo llegar al altar: un paso y te paras; dos y te paras. Le tiembla el labio superior izquierdo. Le duele la sonrisa. Mira de reojo a las sirvientas, que se levantan para ceder sus lugares a los invitados que llegan tarde.
Su padre huele a alcohol. Su brazo es frío e inerte como un barandal. Desde aquella mañana, él no le habla, no la mira y no la toca. Para controlar el llanto, Lucía se fija en la caterva de amigas de su mamá, algunas con estolas de piel, a pesar de que son las dos de la tarde de un sofocante sábado de marzo.
Su mamá lleva un vestido de chifón con lentejuelas que parece sacado de La guerra de las galaxias. Está pendiente de lo que dice, piensa y se imagina todo el mundo. Va del brazo de Adolfo, quien sonríe como un tonto, ya que le está haciendo efecto la raya que se acaba de meter en compañía del novio.
Los suegros traen cara de velorio. El único que arde de júbilo es Luis Lombardo, el «mejor amigo» de su hermano, quien la espera en el altar, feliz al ver a su hermosa novia, a quien paseará y presumirá y vestirá y arreglará, y a su hermosísimo cuñado, tan elegante en su frac de Hugo Boss, al que tendrá muy de cerca para amarle de por vida. Dos por uno. Aprovechó el remate, como habrá dicho algún invitado.
Sus amigas Mercedes, Marifer, Fernanda, Viviana y Lolis derraman lágrimas de cocodrilo. ¿Habrán llorado igual en la boda de Ximena con Ricardo?
A pocos días del incidente, Luis comenzó a presentarse en casa de Lucía con ramos de rosas y cajas de bombones, y fue igualmente dichoso administrándole, cortés y hasta dulce, las pastillas que necesitaba para no volverse loca. En un principio, Roberto y Natalia se alarmaron, pero pronto tuvieron que admitir que Luisito era su mejor —de hecho, su única— opción.
Encerrada en su cuarto con él, débil de no comer, desvanecida por las drogas o mareada por el embarazo, Lucía podía sentir cómo a Luis se le cerraba la garganta cuando se obligaba a besarla en la boca. Podía sentir su repulsión cada vez que la tocaba. Para castigarse, ella lo instaba:
—Cógeme, puto.
La mañana que se fue Agustín, Lucía subió al cuarto de servicio mientras el resto de la casa estaba absorto en otros quehaceres. Las paredes seguían hinchadas de humedad, el piso de mosaico helado, los colchones ahora pelones, dejando constancia de sueños solitarios en sus manchas y sus hendiduras. Agustín estaba atando su caja de cartón con un mecate. Lucía le dio un sobre con los quince mil pesos que tenía ahorrados.
—Esto es todo lo que tengo —le dijo—, pero espero que puedan sacar a Gabriel de la cárcel pronto.
—De allí no va a salir quién sabe hasta cuándo —dijo Agustín.
Lucía se soltó a llorar.
—No fue culpa de Gabriel. Fue mi culpa.
Agustín la miró impasible.
—La fianza está en cincuenta mil pesos, si deveras quiere ayudar.
A partir de entonces, Lucía pasó los días obligándose a recrear la imagen de Gabriel delirante de placer, sus dedos tejiendo delicados encajes de seda sobre su espalda. Desesperada por la imperfección de la memoria, se abrazaba a una de sus almohadas y, pretendiendo que era Gabriel, pasaba horas jurándole su arrepentimiento, colmándola de besos, repasando la funda con la mano ardiente de dolor.
Adicta a las ensoñaciones, se masturbaba obsesivamente y andaba con los calzones siempre empapados de nostalgia. Y pensaba con inocencia que la criaturita secreta que estaba gestando sería un Gabriel en miniatura al cual transferiría todo su amor. Pero no se atrevió a ir a verlo a la cárcel.
Luis la pidió la víspera de Navidad y se fijó fecha para principios de marzo, acortando considerablemente el año de compromiso acostumbrado.
Las vicisitudes de la boda la abrumaron durante meses, aunque a su novio parecían interesarle más que a ella: que si filete mignon con papas soufflé, u hojaldra de salmón con hongos shiitake; que si ave del paraíso u orquídeas tailandesas; que si los anillos, que si los pajes, que si el San Ángel Inn o el Four Seasons, que si las fotos, que si el video, que si los vestidos de las damitas. Con un desgano épico, hojeó voluminosos tomos de revistas de bodas y entrevistó floristas y casas de banquetes. Dejó que su suegra y Luis tomaran la mitad de las decisiones, y su madre la otra mitad.
Natalia intentó reconquistarla enlistándola para los preparativos de la boda y se empezó a portar con ella con dulzura, llevándola a tomar cafés como si fueran mejores amigas. Fue la única que mostró un poco de compasión. Todo para aparentar.
—Convencí a tu papá de que ya que tus suegros les van a poner la casa, de regalo de bodas nosotros tenemos que darles la luna de miel —le dijo en una de sus expediciones prenupciales—. Tu papá cree que con el banquete es suficiente, pero yo creo que es más fino de nuestra parte, porque la casa es un regalo de por vida. Claro, la boda también es de por vida, pero dura solo un día, mientras que en la casa vivirás con Luis y tus hijos, si Dios quiere, durante muchos años. Luis me comentó que se quieren ir a Tahití y Bora Bora, que es un poco lejos, y bastante cariñoso, debo decirte, pero me parece estupendo, porque tú necesitas un buen descanso. Olvidarte de todo. Borrón y cuenta nueva. Y, al parecer, aquello es un paraíso. Además, vas a poder practicar tu francés.
Irma le traía comida, jabón y papel de baño, cuando la dejaban pasar después de dar una mordida o una probada de su guisado y, una vez, después de tener que subirse la falda, bajarse los calzones y hacer sentadillas enfrente de los perros sarnosos uniformados que la revisaron para ver si no traía armas o drogas. Porque era la madre de un erizo, un preso sin lana, si no pagaba, apenas le daban de comer.
Sus padres lo vinieron a ver un domingo, juntos después de tantos años de odio. Su mamá le entregó dos tortas de huevo con chorizo y unos Boings. Gabriel engulló una con hambre y congoja, y se escondió la otra para más adelante. Su papá tenía el rostro apagado y su mamá los ojos hinchados de tanto llorar.
—¿Cómo estás, hijo? —dijo su mamá.
Todas sus preguntas eran una y la misma: «¿No te han violado?».
«Para qué preguntan si no quieren saber», hubiera querido responderles.
—Pus aquí, mamá. Gracias por las tortas.
—Tu expediente está hasta abajo del altero de procesos pendientes del juez —le dijo su papá—. Los Orozco te quieren chingar.
—Pero ya conocimos a tu abogado, hijo, que te va a defender —dijo su mamá—. ¿No ha venido a verte? Dijo que iba a venir.
—La señorita le dio un dinero a tu papá, a ver si podemos juntar para la fianza.
—Devuélveselo. No lo quiero —dijo Gabriel.
—Son como quince mil pesos —insistió su mamá.
—Quién te manda meterte con la patrona —masculló su padre.
Lucía voltea hacia atrás y cree atisbar una silueta familiar erguida ante las puertas de la iglesia. El sol de la tarde perfila una aureola a su alrededor. Su postura es serena, inmóvil. Briznas de viento revuelven sus cabellos. Lucía estira el cuello, se pone de pie, gira su cuerpo hacia el portón de la iglesia, su corazón latiendo desaforado.
«Ven por mí. Llévame contigo».
Crujen las tafetas y los encajes, el rumor de su fiebre de amores ilícitos, de su desequilibrio, amenaza desatarse como un vendaval. El cura pronuncia su nombre, Luis le aprieta la mano. La aparición es solo un paletero que suena las campanas de su carrito esperando atraer a los feligreses acalorados. Lucía se devuelve hacia su penitencia y se calma el cuchicheo. Se pasa el resto de la ceremonia jugando, agradecida por la distracción, con los manchones psicodélicos verdes y amarillos que aparecen ante sus ojos, cortesía del sol.
Le han insertado el anillo, ya ha comido la carne, ha bebido la sangre, Luis la ha besado en los labios y la ha levantado con delicadeza del codo. Bajo la lluvia de aplausos y «¡vivan los novios!», afuera de la iglesia solo la esperan lanzas de luz emponzoñada.