SEIS A la mañana siguiente se

asomó a la ventana mientras se vestía y vio a un joven flacucho recargado en uno de los árboles del camellón, fumándose un cigarro.

Lucía creyó discernir el fulgor de una pequeña arracada pendiente de una oreja. Le llamaron la atención sus lentes oscuros y el corte de pelo geométrico, que provocaba que briznas de su abundante pelo negro le soplaran sobre la cara, dándole un aire rebelde.

Llevaba una camiseta blanca ceñida al torso y unos jeans guangos enfundados en unas botas de hule negras. Se le salía el resorte de la trusa blanca. Lucía dedujo que era el novio de una de las muchachas. Desde la distancia le pareció que él la había detectado en la ventana y la miraba sin ningún empacho. Difícil saber con los lentes.

Durante el desayuno, su padre comentó que el hijo de Agustín hacía las cosas rápido, bien y cuando se le pedían. Un rubor afloró en las mejillas de Lucía. ¿Sería el que la había mirado desde el camellón? ¿Quién lo iba a pensar? Con un papá tan feo.

—Yo ni lo había visto —dijo Lucía—. ¿Desde cuándo está aquí?

—Desde antier —dijo su madre.

—Guau, y yo, ni enterada. ¿Cómo se llama? —dijo Lucía.

—Gabriel —contestó su papá.

—¡Gabriel! —repitió Lucía.

—Por lo menos no se llama Gumersindo —rio Adolfo.

Ignacia entró con la charola para recoger los platos sucios.

—¿Qué onda con el Gumersindo, mi Nacha? No canta mal las rancheras, ¿verdad? —preguntó Adolfo a la muchacha—. No te pongas roja, Nachita. Me late que te gusta el hijo de Agustín. ¿Ya le diste la bienvenida?

—Cállate, Adolfo —dijo Roberto.

Lucía reflexionó que el hijo de Agustín (no se acostumbraba a eso de «Gabriel») se veía muy moderno, no como clásico naco de jeans de mezclilla chafa Kalvin Clean o Nino Venrucci, comprados en la Merced, acompañados de mocasines baratos con flecos. Con el pretexto de recoger algo en su coche, Lucía acompañó a su hermano hacia el garaje.

Las puertas del Jetta de Adolfo estaban desplegadas como las alas de una libélula. Gabriel secaba el cofre con una franela.

—¿Te vas a tardar mucho? —le preguntó Adolfo.

Tiró las cenizas de su cigarro en el piso.

—No, ya está casi listo. Nomás que se sequen los tapetes —respondió Gabriel.

Su voz era grave y varonil, meliflua como la de un locutor de radio. No tenía el sonsonete servil que Lucía esperaba. De hecho, sonaba ligeramente encrespada. Su rostro le recordó a las figuritas prehispánicas que la hermana Cueto las llevó a ver al Museo de Antropología en la secundaria. Sus ojos eran muy negros y estrechos, de pestañas largas. Su nariz era un gancho menudo y su boca roja, gruesa y carnosa como una fresa partida en dos, con las comisuras rasgadas típicas de los olmecas; una de esas cosas que aprende una en la escuela y que nunca se le olvidan, como la primera hilera de la tabla periódica o el Canto a la Bandera. Tenía los pómulos y el mentón bien definidos. «Para ser un naco, tiene personalidad», pensó Lucía.

—Sécalos tú, ¿no, mano? Traigo prisa —dijo Adolfo.

Lucía creyó ver un velo de desprecio ensombrecer la mirada de Gabriel, pero él obedeció sin decir nada.

—Me cae que tú lo dejas mucho mejor que tu papá, cabrón —le dijo Adolfo.

Mientras Gabriel le pasaba el trapo a los tapetes, Adolfo se subió al coche y prendió el motor sin molestarse en cerrar las puertas. La música estalló en el garaje e hizo saltar a Gabriel y a Lucía. Gabriel se apresuró a colocar los tapetes traseros y cerró las puertas. Colocó el tapete del lado del copiloto y se atravesó por enfrente del coche para poner el último tapete.

Adolfo pisó el acelerador y se carcajeó, escudado detrás del parabrisas. Gabriel se agachó para pasar el tapete por debajo de sus zapatos y cerró la puerta sin mirarlo. A pesar de que las ventanas del auto estaban cerradas, el bajo pulsante de la música electrónica retumbaba en el garaje. Adolfo abrió la reja con el control remoto y salió de la casa derrapando. Lucía notó la mirada de desprecio en el mozo.

—Mi hermano es un cafre. ¿Me mueves el coche de mi mamá para que yo pueda sacar el mío?

—Sí, cómo no —dijo Gabriel, sonriéndole.

Ella le quería decir algo más, pero no sabía qué. Se le ocurrió una idea.

—Espérate —dijo, sacando un libro de texto de su bolsa—. Mejor, ¿me harías un favor? ¿Puedes ir a sacarme unas fotocopias? Son de donde está marcado aquí, hasta donde está este papelito. Un juego nada más. Con esto te alcanza.

Lucía le entregó el libro y un billete de veinte pesos.

—¿Y a dónde las saco? —preguntó Gabriel.

—En la farmacia de Barrilaco sacan copias.

—Está bien.

—¿Sabes dónde es?

—La verdad, no.

—Bueno, pídele a tu papá que te explique. No te tardes.

La envolvió una agradable sensación de bienestar. Definitivamente, la gente que contrataba su mamá eran mejorcitos, como ella decía, más blanquitos, tendían a progresar.

Ninguno de los que trabajaban en su casa era como las sirvientas de Lolis, que eran indistinguibles de esas pobres piojudas que andaban limosneando en las avenidas, rodeadas de niños con el moco salido y los pelos opacados por el smog y el hambre, solo que las habían bañado y les habían puesto un delantal. Gabriel no era para nada así. Ni Zenaida. Ni Agustín. Ni las otras dos gatas.

Lucía subió a su cuarto a ver la tele y hojear revistas, pero no se pudo concentrar. Esperó a Gabriel a la ventana y lo esperó viendo la tele y lo esperó hojeando revistas y lo esperó texteando a sus amigas; y, como no llegaba, Lucía pensó que seguro la había regado al sacar las copias y ahora se estaba haciendo pendejo. Se sorprendió al verlo a la puerta de su recámara, más de una hora y media después, con las copias y el cambio en la mano. Creyó que era Jacinta que le traía sus jícamas con limón y chile.

—Aquí están tus copias —le dijo él con esa voz espesa como chocolate caliente.

«¿Tus?», pensó Lucía.

—Gracias —dijo Lucía, revisando las copias—. Quédate con el cambio.

Él torció los labios y se metió los doce pesos al bolsillo.

—¿Encontraste bien el lugar?

—Pues tuve que preguntar en la calle, pero sí lo encontré. Nomás que no está tan cerca.

—¿Te fuiste caminando? —dijo Lucía—. ¡Ay, qué pena! Pensé que te ibas a llevar el coche. ¿Sabes manejar?

—Sí —dijo Gabriel—. Pero no sabía que me lo podía llevar.

De hecho, su papá no lo había dejado llevárselo y le dijo que tomara una combi y caminara el resto del trayecto.

—A tu papá siempre lo mandamos en el coche. Es que si no, sí está lejos. La próxima vez te lo llevas.

Gabriel se salió del cuarto sin cerrar la puerta detrás de él. Regresó al jardín y regó las jardineras que su papá cuidaba con más atención de la que jamás le había dedicado a nadie; islas de vegetación que parecían reinos de fantasía, poblados por frondosas palmas enanas rodeadas de arbustos meticulosamente podados e hileras concéntricas de iris negros, hortensias y azaleas.

Zenaida le había contado que, antes de que llegara su papá, ese jardín era un matorral y, sin que nadie se lo pidiera, Agustín comenzó a limpiar las malas hierbas y a cortar el pasto. Poco a poco, tan se volvió el jefe del jardín que no dejaba que los niños jugaran en él. A Gabriel le parecía ridículo que un señor tan áspero fuera tan delicado con las plantitas, que fuera más solícito y ceremonioso con lo ajeno que con lo suyo.

Subió a su cuarto y se tumbó en su cama. Florecitas descarapeladas decoraban las esquinas del buró blanco moteado de raspones. La lámpara sobre el buró tenía la pantalla chueca, ilustrada por una ronda de pitufos saltarines. Las camas estaban cubiertas por gruesas cobijas de lana y sábanas limpias pero raídas.

El cuarto era muy fresco cuando hacía calor y helado cuando hacía frío. Su papá no había colgado nada más que un calendario de la cantina La Antártica, con imágenes de los volcanes de México, y una estampa pequeñita de la Virgen de Guadalupe encima del buró. Un ejemplar de La Prensa asomaba por debajo de su cama.

Gabriel se sintió abochornado por el ridículo que acababa de hacer con Lucía. Oyó a Ignacia y Jacinta subir las escaleras de servicio, cagadas de la risa, como siempre. Medio que le tiraban los perros, sobre todo la Ignacia, que estaba repinche, con sus dientes chuecos y sus brazos peludos. «Con estas güilas, ni de a rómpase en caso de emergencia», pensó. Pero la patrona estaba buenísima, la cabrona. Mamona, pero buenísima. Con sus pantalones bien pegaditos, y sus tetas bien paraditas y sus ojotes pícaros y su voz dulce y rasposa, como una paleta de mango enchilada.

«Hacerle los mandados al ojete de tu hermano me encabrona, pero ser tu gato, princesa, con tal de tenerte cerca, a tus órdenes, no mames. Cómo me gustaría meterte la lengua hasta la garganta, pero por abajo. Y luego cogerte como un pinche acróbata».

Gabriel encendió su iPod pirata y se puso los audífonos para tapar las carcajadas de las muchachas. Cerró los ojos y le quitó la mochila y el suéter a Lucía. Sorbió sus senos redondos y azucarados como flanes de vainilla, pero ella lo arañó y lo pateó. Sometió a Lucía sobre esa misma camita enana, y en ese cuarto de criados, la atragantó con su jugo lechoso. Sintió su semilla caliente desparramarse en su vientre, mojarle los vellos y vertirse por su ombligo. El cambio que le regaló Lucía cascabeleó desde el bolsillo de su pantalón.

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