SIETE En el estudio, las tres muchachas

acomodaban la ropa para el bazar de beneficencia como si arroparan a un bebé en su cuna. Hubieran podido amontonarla en bolsas de basura, pero la señora les dijo que la metieran a unas maletas viejas para que no perdieran el tiempo viendo la tele. Ignacia y Jacinta estaban muertas de la risa. Al oírlas, Gabriel, que venía con las maletas, se quedó escuchando la conversación antes de entrar.

—Pos el Adolfo, muy puñal muy puñal, pero luego anda de pegosteoso —dijo Ignacia—. Pide y pide que le rasque una la espalda.

Zenaida trató de disimular su alarma.

—A mí también me pide —dijo Jacinta—. ¿Usted cree?

—¿Y ustedes se la rascan? —preguntó Zenaida.

—Pus yo sí se la rascaba, cuando recién llegué —dijo Ignacia, apenada—. Pero ora me hago la mensa, o le digo que no tengo uñas.

—A mí me hace subir nomás para que le cambie de canal con el control remoto. Ni eso quiere hacer solo. Lo hace por jorobar —dijo Jacinta.

Zenaida estaba pasmada.

—¿Y les ha hecho algo?

—No. Nomás quiere que una le rasque la espalda, ¿verdad? —respondió Ignacia, constatándolo con Jacinta—. Y dice, más arriba, más pa la derecha, más pa abajo.

—Tiene muchas pequitas —dijo Jacinta.

A ella y a Ignacia les volvió la risa.

—La próxima vez que pida algo, yo se lo subo, a ver si a mí también me pide que le rasque —dijo Zenaida.

—¿Estas son las que me pidió? —preguntó Gabriel.

—¿No les pasastes un trapito, Gabrielito? Están reterroñosas.

—Estos son tan huevones que no se pueden encargar ni de sus propias limosnas —dijo Gabriel—. Que no puedan pasarle un trapo a sus propias maletas, que no se dignen bajar a la cocina a servirse un vaso de coca, que no puedan dejar un pinche plato sucio en el fregadero, deja lavarlo; y que, encima de todo, no puedan dar una limosna sin ponernos a chambear, nomás falta que también haya que ayudarlos a limpiarse el culo.

Jacinta e Ignacia aullaron de la risa.

—No seas majadero —dijo Zenaida—. ¿Pos quién te da de comer? ¿Y ustedes de que se ríen? Chamacas babosas. La señora Natalia me trajo aquí cuando se casó. Yo fui a su boda. Y cuando nacieron Adolfo y Lucía, los esperé en la puerta, recién traídos del hospital. Durante treinta años me han dado casa y comida y a ustedes nomás les gusta quejarse de los patrones. Y a ti, si no te gusta, Gabriel, ahorita mismo vamos a decirle a tu papá, pa que te mande a la calle a ver si allí estás más a gusto.

—Voy por el trapo —dijo Gabriel, huyendo.

Eran las once de la mañana y el huevón de Adolfo seguía dormido, pero la puerta del cuarto de Lucía estaba entreabierta. Gabriel se detuvo ante la ranura. Alcanzó a ver un pedazo de la mullida alfombra rosada y otro de una colcha estampada con grandes amapolas color pastel. Empujó suavemente la puerta.

Lucía estaba absorta en una revista, recargada en unos cojines apoyados sobre la elaborada cabecera de mimbre blanco, rodeada de juguetes de peluche, con la tele prendida. La niña tenía un miniaparato de sonido con minibocinas rodeado de torres de discos compactos. Sobre el tocador, botellas de perfume conformaban una isla de rascacielos en miniatura.

Gabriel alcanzó a ver cremas, cosméticos, pinceles gruesos y delgados, cepillos, esmaltes de uñas, cofrecitos abiertos repletos de anillos, aretes y pulseras. Una canasta de mimbre blanco yacía junto a la cama, apilada con revistas.

Gabriel tocó a la puerta y, sin esperar respuesta, entró en la habitación.

—Zenaida me mandó a ver si tienes ropa que donar.

—¡Qué susto me metiste! No te oí entrar.

—Yo toqué.

—La dejé en el cuarto de la tele, Gabriel.

Oír su nombre de boca de ella lo sacudió.

—Ah, bueno. Voy por ella.

Gabriel se fue. Lucía notó que ya no traía el arete. Seguramente también había sido idea de su madre, vestuarista de la servidumbre, uniformarlo con los pantalones color rata que solían vestir los mozos de las escuelas.

Desde que Gabriel vivía en su casa, Lucía sentía que traía en la cabeza una aureola roja de pecado que anunciaba su depravación como los tubos de neón afuera de un cabaret de mala muerte. Solía buscarlo en el jardín cuando regaba los rosales, en el garaje cuando lavaba los coches o en la cocina cuando ayudaba con la despensa. Cada vez que coincidían, ella se ponía roja y sus ojos le sonreían, traviesos. Todo transcurría en una fracción de segundo de la que nadie más se percataba. «¿Por qué —se preguntó— no puedes enamorarte de Ricardo como cualquier persona normal? ¿Por qué tienes que estar pensando en el hijo del chofer?».

Devolvió su atención a la revista Quién. Se detuvo en la foto de la boda civil de Eugenia Franco, la hermana menor de su enemiga acérrima, Lourdes Franco de Moguel: la ORNI, Objeto Religioso No Identificado, ahora presidenta del Comité de Madres Vida y Familia del Colegio Anunciación.

Allí estaba justo como se la imaginaba: con los primeros dos de muchos hijos, hecha una momia, con su trajecito sastre de punto y su medallón al cuello. La mosca muerta que acusó a Lucía de puta por haberse dejado fajar por Gerardo Alanís a los quince años, la misma que se comió la torta antes del recreo a pesar de que se llevaba a su hermana de chaperona; la estúpida que se creyó lo del método Billings como si fuera el evangelio y se tuvo que casar sin terminar la prepa. De blanco, con lazos, arras y bendiciones y, además, con premio. Pero, eso sí, te juro que nada más fue una vez. Los hijos que Dios me dé.

Lucía Orozco Lemaitre y Ricardo Mestre Sáenz, «la pareja dorada». Se los imaginó retratados en las páginas de la revista el día de sus nupcias, pero Gabriel se apareció en su mente como lo acababa de ver hace dos minutos en su propio cuarto, una sonrisa diminuta esbozándose en sus labios, su mirada insinuante de posibilidades.

Saltó de la cama, empañó el cristal de la ventana con su aliento y dibujó con el dedo la palabra «Gabriel». Soltó una carcajada incrédula, borró la frase con su puño y se tumbó en la cama.

Visualizó los labios del mozo rozando los suyos, sus manos asiéndola de las caderas. Se vio montada encima de él en una cama inmensa con gordos almohadones de plumas, cubiertos por sábanas inmaculadas del algodón más terso, en una suite con cortinas translúcidas que ondulaban con la brisa. Se vio arrullada con él por el susurro de las olas, Gabriel embelesado acariciando la piel nacarada de su amante, alucinado por la textura deliciosa de todo lo que tocaban sus elocuentes dedos; el mármol fresco del piso, la mecedora de sándalo, la brisa marina y la espuma y la arena que veía por primera vez en su vida, por cortesía de su benefactora, en alguna playa virgen en una isla privada del Caribe con nombre de santo en francés a la que solo permiten la entrada a la crème de la crème. Él se la cogió dentro de un jacuzzi burbujeante, bajo las estrellas. Lucía embotelló el hondo aullido de placer que se le quiso escapar por la boca. Un escalofrío perplejo recorrió su cuerpo.

Después de limpiarse la necia jalea, bajó corriendo a ver si todavía alcanzaba a su papá en la biblioteca, quien a veces solía trabajar en casa encerrado en su santuario con un whisky en las rocas. Así mismo lo encontró, detrás de su escritorio, revisando unos contratos.

—Hola, papi.

—¿Qué pasa, Lucía? Estoy trabajando, chula.

—Vengo a saludarte. Luego dices que nunca me ves.

—Solo vienes cuando me quieres pedir algo, ya te conozco.

—Ay, papi, deveras, qué desconfiado. No quiero nada, serio. Solo quería platicar.

Las cejas de Roberto se alarmaron.

—¿Pues de qué quieres platicar, hija?

—No, pues es que la inseguridad en las calles está gruesa. Ya no ando tranquila con tanto secuestro. No sabes lo que he oído en la uni: a Emilio Zaib lo secuestraron para sacarle lana del cajero automático. A un primo de alguien se le cerraron en pleno Periférico y le dieron dos plomazos porque se resistió. A un cuate, su papá le puso un coche blindado, con vidrios irrompibles y todo. Y María del Pilar trae un guarura en una camioneta con vidrios polarizados.

—Hay que andar con precaución, hija, y no estar brujeando hasta altas horas de la madrugada, como acostumbran tú y tu hermano.

—Esto pasa en pleno día, papá. A muchas amigas mías sus papás les pusieron un chofer para que no anden solas.

—¿Cuántas son muchas, hija? —preguntó Roberto, consciente de que esta última opción era la más económica—. Yo no soy el papá de Ximena.

—A Marifer. Y a otras dos chavas de mi clase. Mucha gente en la Ibero trae chofer.

—Pues entonces pídele a Marifer que te dé aventones.

—¿Cómo crees? ¡Vive en San Ángel! —protestó Lucía—. Mi mamá tiene a Agustín. Yo podría usar a Gabriel. Y si mi mamá o tú lo necesitan, nos podemos organizar. Total, fuera de lavar y mover los coches, no hace nada todo el día.

—¿Tú crees que ese chamaquito escuálido te va a defender? Si te ven con chofer vas a llamar más la atención. Ni yo ando con chofer.

—Pues deberías. ¿Qué tal si te pasa algo? No es lo mismo asaltar a uno que a dos. Así también el coche está protegido y no se lo roban. Y, además, así yo podría estudiar en el coche.

Su padre le lanzó una mirada escéptica.

—Habrá que pagarle más por llevarte y traerte. ¿Has pensado en eso?

—Yo lo pongo de mi semana. Serio.

—¿Y quién te da la semana? Para que tú le pagues a Gabriel, yo te tengo que dar más, ¿no es así? —dijo su padre.

Lucía sonrió con una inocencia angelical. No solía reparar en la proveniencia de sus finanzas.

—De hecho, no es mala idea ponerle un chofer a tu hermano. A ver si ya deja de achatarrar los coches.

—Claro, Fito y yo lo podemos compartir —dijo Lucía, disimulando el mal trago.

—Pero solo si vienes a trabajar al despacho en las tardes.

—¿A qué horas en las tardes, papá? —rezongó Lucía—. Si no tengo clases, tengo trabajos que hacer.

—Para todo tienes una respuesta, hija. Está bien. Si Gabriel no tiene cosas más importantes que hacer en esos momentos, y lo quieres ocupar, puedes. Checas con Agustín primero. Y no lo usen para tonterías, ¿me oíste? Te hago responsable.

—¡Gracias, papi! No sabes cómo me va a alivianar.

Lucía lo abrazó.

—Pensé que venías a decirme que te casas con Ricardo.

—¿Cómo crees? Tengo que acabar la carrera primero. Para eso hay tiempo.

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