OCHO Písale, que tengo un examen
a las diez —dijo Lucía desde el asiento de atrás.
—¿De qué es tu examen? —preguntó Gabriel.
—De Genealogía de los Objetos Mexicanos.
—Órale. ¿Y está difícil?
—Sí, la verdad está en chino.
—¿Y te lo sabes?
—Pues no muy bien. Quería repasar mientras llegamos.
—Perdón.
—No te apures.
Los labios de Lucía se movían como si estuviera orando y cerraba los párpados como para atrapar la información. Los abrió para cotejar su memorización con el cuaderno.
—Voy a tronar como ejote —dijo.
Cerró el cuaderno.
—Mejor le copio a Viviana.
—Estaría chido ir a la universidad —dijo Gabriel.
—¿Qué te gustaría estudiar?
—Computación.
Lucía se acordó de la cancioncita que pasaban en el radio: «Me inscribí en ICM para estudiar computación...».
—¿Y por qué no te inscribes? —preguntó Lucía.
«Pobre —pensó—. Seguro ni terminó la primaria».
—Pus ahorita tengo que chambear, pero mas adelante, cuando ahorre, a lo mejor sí me meto a estudiar en las tardes. No quiero ser chofer toda la vida.
—No, pues qué bueno que tienes ambición. Es importante progresar.
Él hizo una mueca burlona desde el retrovisor.
—En general, digo.
—No trates de componerla.
Lucía sonrió.
—Cambiemos de tema. ¿Qué pasó con tu arete?
—Me lo mandó quitar tu mamá —sonrió Gabriel.
—Es lo que pensé. Le gustan los uniformes.
Al bajarse del coche, él le dijo:
—Buena suerte con tu examen.
—Pon changuitos —dijo ella—. Oye y estate por mí a las dos y media.
Gabriel encontró un lugar en el estacionamiento, abrió las ventanas, echó el respaldo del asiento para atrás, apagó el pop en español cursi que le gustaba a Lucía y se dispuso a echarse una siesta.
Por un rato miró a los estudiantes llegar a la universidad en sus propios autos y esperar al camioncito que los recogía en el estacionamiento para llevarlos a la entrada. Los otros choferes, quienes leían el periódico recargados sobre los cofres, se fumaban un cigarro o platicaban entre ellos, eran todos mayores que él. Vio también a algunos alumnos que caminaban hacia la estación como si fueran al paredón. Se le antojó llegar a la universidad en su carro, con su portafolios lleno de libros y cuadernos.
Repasó en su mente el tono con el que Lucía se había despedido de él. Cuando volviera a las dos y media, le preguntaría cómo le fue; ella estaría supercontenta porque le fue muy bien; él le diría «¿Ves?, te dije», y platicaría con ella hasta llegar a la casa.
Pero Lucía se apareció a las tres y cuarto, con dos amigas. Gabriel no estaba de humor: había movido el coche a las dos y veinte y no se había despegado de la entrada de la universidad (de la cual los vigilantes lo corrieron una y otra vez). No había comido.
—¿No nos vas a abrir la puerta? —dijo Lucía.
Irritado, se bajó e imitó con exageración los movimientos caballerosos de su papá cuando traía a la señora Natalia a la casa.
—¿Qué onda? Son más de las tres —dijo él.
Lucía lo miró incrédula. Sus amigas se anonadaron.
—Llévanos a Plaza Duraznos —ordenó.
Ellas se sentaron atrás y, para que no fueran incómodas, según ella, Lucía se sentó adelante. Su pierna rozaba la palanca de cambios. Al cambiar de velocidad Gabriel, Lucía no movió la pierna.
—¿Entonces, qué tal les fue en Los Cabos? —preguntó Lucía a las de atrás.
—De lujo, no sabes. El hotel estaba incre. La comida, deliciosa, pero six hundred dollars for a dinner for four people!
—¡Órale, ni en Europa! —exclamó la otra.
—Y los tratamientos del spa no tenían abuela. Yo me hice un baño de leche. Me quedó la piel supersuavecita.
—¿Y en cuánto te salió ese? —preguntó una.
—Pus una lana. Como a hundred and fifty. Sin la propina.
—Adriana se hizo uno de nopal que dizque para reducir la celulitis y la retención de agua. No le gustó porque la untaron de babas. El Lucky estaba feliz persiguiendo gaviotas en la playa. Desayunó huevos revueltos con salmón y machaca norteña, te juro.
«Aquí la raza muriéndose de hambre y estas dándole salmón al perro y embarrándose comida en las nalgas —pensó Gabriel—. Hablan inglés para que yo no entienda. A ver si les suelto dos que tres cosas en fucking English para ver qué cara ponen».
Después de tardarse horas en el cine y en el café tras el cine, las tuvo que ir a dejar. Una tenía su coche en el estacionamiento de la Ibero, la otra vivía en Tecamachalco. Lucía se quedó en el asiento delantero.
—¿Siempre comes pan enfrente de los pobres? —le preguntó Gabriel.
—¿Qué?
—Digo, que si también con mi papá hablan de six hundred dollar dinners y masajes de a hundred and fifty y le calientan la bragueta con el chisme.
Lucía enmudeció.
—No sé qué creerás de mí, pero no soy lo que te imaginas. Y tampoco soy de palo, ¿eh?
—No, ni yo —dijo Lucía, con una sonrisa pícara.
Llegaron a la casa y él apagó el coche. Antes de que él se pudiera bajar a abrirle la puerta, Lucía le dio un besito en la mejilla que él ágilmente movió hacia sus labios, tratando de pescar la boca de Lucía con un mordisco, pero ella salió corriendo.