NUEVE un olor a vainilla sintética

El BMW de la señora despedía un olor a vainilla sintética. No incluía nada más que un paraguas en el asiento de atrás y una caja de clínex. El Jetta de Adolfo apestaba a humo mojado. Se decepcionó de no haber encontrado nada dentro de la guantera que confirmara que Adolfo era un criminal. En el Mercedes del licenciado, entremezclado con el olor viril del agua de colonia, Gabriel creyó detectar un rastro de aroma a mujer ajena.

Pero el Focus de Lucía era un bazar de maravillas. Encontraba lápices labiales debajo de los asientos, muestras de perfume; pañuelos desechables marcados de maquillaje; pulseritas, aspirinas, chocolates deformados por el calor, mentitas de taquerías, facturas de compras, cartuchos de vaporizador. Gabriel hacía inventario de sus descubrimientos con la disciplina de un antropólogo que estudia los restos de una tribu extinta, y dejaba lo rescatable ofrendado sobre el asiento del conductor.

Ahora estaba en la cocina disfrutando de un bolillo tostado con cajeta.

—¿Ya lavaste los coches? —dijo Agustín, al entrar en la cocina y ver a su hijo descansando—. Ya sabes que aquí nomás con uno de nosotros tienen. Estás aquí solo porque el licenciado es buena gente. Que no te tengan que repetir las cosas dos veces. Así llevo yo casi quince años en esta casa.

«Claro, lamiéndoles el culo con esa jeta de chucho hambriento que pones cada vez que te dan órdenes», pensó Gabriel.

Zenaida le llevó su desayuno a Lucía, que estaba del otro lado de la puerta, recién bañada. Gabriel la ojeó mordisquear su bolillo con mantequilla y mermelada. Ella lo vio desde el antecomedor y le dijo:

—Necesito que me lleves a la universidad y que me recojas como a las tres. Si no es molestia. ¿Puedes?

—Sí puedo. No es molestia —respondió.

Agustín intercedió:

—Disculpe, señorita, pero su papá me pidió que Gabriel acompañe al joven Fito a dejar su coche al taller en el coche de usted.

—¿Y por qué no me lo pidió a mí, si es mi coche?

—Pues eso fue lo que me dijo su papá —respondió Agustín.

—¿Y tú no puedes llevar a Fito en el coche de mi mamá?

—Yo tengo que ir por su mamá al Hospital Inglés.

—Pues que me lleve Gabriel primero y al rato regresa. Deveras, como si Adolfo no pudiera llamar un Uber desde el taller.

—Está bien, señorita.

En el garaje, hicieron la faramalla de la apertura de la puerta, ya que Agustín estaba presente. Salieron de la casa. Lucía estaba furiosa.

—En el semáforo date la vuelta a la izquierda —le indicó Lucía súbitamente.

Gabriel la miró por el retrovisor.

—La Ibero no es por allí.

—Ya lo sé —le dijo Lucía.

—¿A dónde vamos? —dijo Gabriel, maniobrando para cambiar de carril.

—Yo te indico —dijo Lucía.

Los camiones se le echaban encima, la gente manejaba en reversa, en sentido contrario, por encima de las banquetas, se pasaban los altos, se paraban en doble y triple fila. En cada alto, escuadrones de limpiavidrios apuntaban hacia los automóviles con botellas jabonosas. Lucía se inclinaba hacia el parabrisas y los repudiaba con el dedo.

En una esquina operaban los tragafuegos, a la siguiente, niños pintarrajeados de payasitos hacían maromas torpes, uno aún enmascarado por la anacrónica máscara de hule del expresidente Salinas; vendedores (de cuchillos, conejitos, chicles, claveles, celulares de juguete) alardeaban de sus mercancías entre los autos como banderilleros en plaza de toros.

—El tráfico está grueso —dijo Lucía.

—Sí, está cañón —respondió Gabriel.

Aprovechando que nada se movía y que ya estaban lejos de su casa, Lucía se pasó para adelante. Gabriel intentó aparentar indiferencia.

—¿No tenías que ir a la universidad?

—Cambié de plan.

—Ah.

Esta desviación en apariencia espontánea había sido contemplada durante días y noches en los que Lucía se mareaba pensando qué hacer para estar a solas con Gabriel: a dónde ir, cómo empezar, qué decir. Se le ocurrió el Parque Hundido mientras exploraba las posibilidades geográficas de Ciudad de México en Google Maps. El parque estaba al otro lado de la ciudad.

—¿Cuántos años tienes, Gabriel?

—Veinte. ¿Y tú?

—Veintiuno. En la siguiente, a la derecha.

Encontrar dónde estacionarse les tomó casi más tiempo que el recorrido desde las Lomas. Finalmente, un auto dejó un espacio al costado del parque. Lucía se bajó sin esperar a que Gabriel le abriera la puerta.

—Vente —dijo—. Yo venía muy seguido de chiquita porque mi abuelita vivía en la Del Valle. ¿Has estado aquí alguna vez?

—No.

Pululaban los globeros, mamás con carriolas y paleteros que agitaban sus campanas; niños en bicicleta y grandulones en patines del diablo. Tipos solitarios leían el periódico, se boleaban los zapatos, o esperaban el momento propicio para masturbarse en alguna banca apartada. Una pareja se revolcaba en el pasto.

Lucía encontró una banca en la sombra, lejos del barullo de la gran avenida. La examinó antes de sentarse. Gabriel se sentó junto a ella.

—Me encabrona que mi papá haga planes con mi coche sin mi permiso.

Gabriel asintió con la cabeza.

—No se me antojaba ir a la universidad hoy.

—Yo tampoco tenía ganas de trabajar.

Lucía sonrió, mirándose las uñas.

—Pues nos fuimos de pinta, ¿cómo ves?

Se auscultaron los zapatos en silencio. Las palabras se le agolpaban a Lucía en las encías y encima de la lengua y se le querían escapar por entre los dientes. Las contuvo con sus labios hasta que las soltó y salieron, no atropelladas, sino en fila, delicadamente, formando una frase que la sorprendió.

—No sé, tenía ganas de estar a solas contigo —dijo.

Acercó su dedo meñique al de él, disparando un rayo de placer bajo su piel erizada. Sus manos se entrelazaron como dos cuerpos en una cama.

La boca de Gabriel le supo a prohibido, le supo a peligro, a gloria pura le supo. Probó la mejilla con su lengua. Era salada, un poco dulce y un poco metálica, como el tubo despintado de los asientos del camión escolar que a veces probaba con la lengua cuando era chiquita. El aliento dulzón de Gabriel, con sus rastros amargos de alquitrán, y su olor a sobaco le eran familiares y absolutamente deliciosos. Sus alientos entrecortados lo ensordecieron todo.

Tal vez por el chiflido agudo del globero, ambos se detuvieron y salieron a respirar de nuevo a la superficie, cegados por la luz del día, jadeantes, mojados, asustados y sin aliento, como recién nacidos.

Lucía se acomodó la ropa. Gabriel intentó disimular la necia protuberancia debajo de sus pantalones de dril gris.

—Necesitamos un cubetazo de agua fría —le susurró Lucía.

—Lo que necesitamos es un hotel —dijo Gabriel.

Cada uno se quedó absorto en las minucias de lo que eso significaría. ¿Cuál hotel? ¿Quién lo iba a pagar? Lucía pensó que acababa de perder el juicio y se estaba metiendo en la bronca más grande de su vida.

—¡Uy, se me olvidó que ibas a pasar por Fito!

Corrieron hacia el coche, ambos conscientes de que a Lucía no se le olvidó nada ni a Gabriel tampoco.

Lucía sacó el celular y marcó.

—¿Adolfo? ¿Te desperté? Ah, es que tenía que comprar un libro para mi clase y se me hizo tardísimo porque tuve que buscarlo por todo Polanco. Gabriel me acaba de dejar en la uni, así que ya va para allá. Hay un tráfico horrible de regreso. Creo que hubo un accidente. Está por ti como en media hora.

Lucía presionó su pie contra el piso del coche, indicándole a Gabriel un acelerador imaginario.

—¿A dónde vas a querer que te lleve? ¿Al Blá? ¿Con quién vas a comer? Ah, okey, salúdamelo.

Lucía se despidió de su hermano y colgó.

—Me dejas primero en el Palacio de Hierro de Polanco y, después de que dejes a Adolfo en el restaurante, pasas por mí allí.

—Se va a dar cuenta —dijo Gabriel.

—No se las huele.

«Esto es tan insólito que quién se las va a oler», pensó Lucía.

—Me vas a meter en broncas, mujer —dijo Gabriel.

Too late —contestó ella.

La dejó en el centro comercial y llegó a la casa lo más rápido que pudo. A pesar de que se tardó casi una hora gracias al tráfico imperturbable de Ciudad de México, tuvo que esperar a Adolfo más de veinte minutos.

El señorito salió derrapando del garaje en su Jetta, sin consideración alguna. Gabriel tuvo que pasarse un alto para no perderlo de vista, persiguiéndolo todo el camino hasta que Adolfo se estacionó, sin avisar, encima de la banqueta frente a un taller mecánico en Legaria y le indicó que se quedara en doble fila.

Un gordo aceitoso emergió desde las profundidades del taller y saludó a Adolfo efusivamente. Le gritó a Gabriel que estaba estorbando. Adolfo concluyó la negociación con el mecánico, la cual incluyó el intercambio de una bolsita con un polvito, y se subió al asiento de atrás.

—Manejas como abuelito, carnal.

«Pinche güey pendejo, casi me trago a tu hermana».

—Entonces, ¿lo llevo al restaurante?

—Llévame a la Sonaja primero, tengo una cita con alguien.

—Pero tengo que pasar por la señorita Lucía a la universidad —respondió Gabriel.

—Seguro que puede conseguir un aventón de regreso.

—Pero me va a estar esperando —dijo Gabriel, intentando no sonar demasiado chillón—. Me dijo que sin falta pasara por ella después de dejarlo a usted.

—Pues tengo unos asuntos que arreglar. Me esperas, me llevas al Blá y luego pasas por ella.

Gabriel apretó el volante, tratando de controlarse.

—Le tengo que avisar.

—Tú maneja. Yo le hablo —dijo Adolfo.

Sacó su celular, y empezó a dejar un mensaje.

—Su buzón está lleno.

—Usted me dice cómo llegar —le dijo Gabriel.

En la Zona Rosa dieron mil vueltas para encontrar un lugar cerca de donde era la cita, porque Adolfo no quería caminar. Finalmente, Adolfo le indicó que se metiera al estacionamiento de un hotel.

—Espérame aquí, mano —le ordenó a Gabriel—. No me tardo.

Gabriel se bajó del coche y caminó por las rampas oscuras hacia la salida. Respiró el aire fresco en la calle cerrada al tránsito vehicular, repleta de restaurantes con terrazas al aire libre. Los aromas a cebolla y tocino frito le recordaron que además de la tensión, el coraje y el cansancio, ya le crujían las tripas del hambre. Llamó a Lucía y, en efecto, su buzón estaba lleno.

«Pendeja. Me trata igual que su hermano; date la vuelta aquí, vamos a hacer esto, vamos a hacer lo otro. Soy su pinche gato».

Al volver al coche, Adolfo lo estaba esperando, histérico.

—¿Dónde carajos estabas?

—Salí a llamar a Lucía.

—¡Jamás me vuelvas a hacer esperar! ¡Vámonos!

Adolfo se sentó atrás y sacó una cajita. Aspiró una línea. Eso lo tranquilizó. Gabriel lo miró por el retrovisor.

—¿Gustas?

—No, gracias.

—Está buenísima. ¿La has probado?

—No —mintió Gabriel. En Nueva York, con su novia la Kate y otros meseros, se daban unos pasones después del trabajo de vez en cuando. No le gustaba. Le daba taquicardia y la gente se ponía demasiado necia. Prefería la mota.

—Si algún día ocupas, ya sabes.

Para cuando llegó por ella, Lucía ya no estaba en el Palacio de Hierro. Se le ocurrió llamar a la casa. Una de las muchachas le contestó.

—¿Está Lucía?

—Sí, un momento, ¿quién le habla?

Se apanicó y colgó.

En la cocina, a la cual entró desesperado por algo de comer, se topó con la mala cara de Zenaida y la cara aún peor de su papá.

—¿Qué pasó? —preguntó su papá—. La señorita Lucía tuvo que pedir un taxi porque nunca llegaste. ¿Dónde andabas?

—Es que Adolfo se atrasó y me hizo que lo llevara primero a la Zona Rosa y lo tuve que esperar y, cuando llegué por ella, ya no estaba —dijo Gabriel.

—No le andes echando la culpa a otros. ¿Por qué no le hablaste a avisar o dejaste un recado aquí? —dijo su papá.

—Su buzón estaba lleno —respondió Gabriel.

—Ni que fueras bajado del cerro —le dijo su papá—.Ayuda a Ignacia a acomodar el mandado, ándale. Mañana te disculpas con la señorita. ¿Y qué es eso de «Adolfo»? No seas igualado.

Quería subir a pedirle las disculpas a la señorita ahora mismo, pero no podía desobedecer a su papá. Ayudó a la muchacha a descargar bolsa tras bolsa y subió a su cuarto a despreciarse. No quiso arriesgarse a subir a ver a Lucía. A la hora de la cena se apareció por la cocina.

—¿Bajó la señorita? —le preguntó a Zenaida.

—Va a cenar en su cuarto porque le duele la cabeza.

Él también se fue a la cama, habiendo engullido unas tortillas calentadas en el comal. Dio vueltas, intentando adivinar qué pasaría al día siguiente, avergonzado de su imbecilidad.

Lucía había oído el motor de su Focus entrando al garaje. Había esperado en vano el sonido de los pasos de Gabriel por la escalera, la manija de su puerta girar, pero lo último que escuchó fue la puerta del coche cerrarse con mediana intensidad, como si Gabriel hubiera querido azotarla, pero se hubiera arrepentido.

La realidad la agarró por la boca del estómago: «¡Te dejaste manosear por el hijo del chofer!».

Llamó a Zenaida por el interfón y pidió que le subieran dos quesadillas de jamón y queso asadas en tortilla de maíz y una coca. A pesar de ser punzada constantemente por aguijones de arrepentimiento, no cesaba de repetir en su mente cada caricia y cada beso, la cara azorada de Gabriel sorbiendo la suya.

La despertaron los ruidos matutinos de la casa: los pasos apresurados de las muchachas, el agua bajando por las cañerías. La angustia la agazapó en cuanto abrió los ojos. Se asomó por la ventana. Agustín estaba regando el jardín.

Lucía bajó a desayunar descalza. Gabriel no estaba en la cocina. Le trajeron media toronja rellena de mermelada. En lo que le preparaban el resto del desayuno, se fue al garaje. El piso del pasillo estaba helado. Gabriel estaba lavando el coche de su mamá con el radio prendido.

You can ring my bell, ring my bell, ding dong ding, ding dong ding, ah!

—¿Qué onda contigo ayer? —le reclamó Lucía.

Gabriel soltó la esponja enjabonada. Sus antebrazos estaban translúcidos del frío. Se asomó hacia el jardín para asegurarse que Agustín no anduviera por allí.

—Tu hermano me pidió que lo llevara a la Zona Rosa y que lo esperara, y no me hizo caso. Tratamos de llamarte. Tu buzón está lleno. Pasé por ti y ya no estabas.

—Olvídalo —le dijo Lucía—. Esto es una locura.

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